Creo que el perdón es una de las cosas más fascinantes que los seres humanos somos capaces de hacer
El acto de perdonar a alguien revela mucho sobre lo que es el perdón en sí mismo. Cuando perdonamos decimos: “te perdono”, no decimos, “te perdoné”. ¿Por qué?
Si le compras flores a alguien, le dices: “te compré flores”, no “te compro flores”. Eso se debe a que fue un acto en el pasado, ya sucedió. Pero no es así con el perdón.
El perdón es mucho más complejo que una declaración de una sola vez.
Es claro que hay algunas cosas que no es necesario perdonar sino disculpar. Cosas pequeñas: discusiones, molestias, egoísmos, etc. Cosas que nos hacen tan poco daño que ni las notamos. Cosas que ni siquiera nos dejan marcas.
Pero, las cicatrices no siempre nos dejan olvidar.
Cuando alguien te traiciona es extremamente complicado perdonar. A veces una mentira puede arruinar tu vida, destruir relaciones o crear problemas de confianza que tardarán años en sanar, si es que lo hacen.
Estas heridas son intrínsecamente desafiantes, pero es en ellas donde vemos el verdadero poder detrás del gesto.
Frente a este dolor, cuando dices las palabras “te perdono”, lo dices en serio en tiempo presente. Estás, sin darte cuenta, enfrentando el hecho de que podrías continuar siendo afectado por esto en el futuro.
Por eso, aunque perdonar y olvidar no siempre sea posible (no porque planees guardar rencor, sino porque simplemente no puedes olvidar ciertas cicatrices), perdonar las cosas que te hirieron tiene que ser una elección continua.
En cualquier momento es muy fácil darse la vuelta y comenzar a guardar rencor. Es fácil culpar a la persona que nos causó dolor. Es fácil odiar, mucho más fácil que perdonar de nuevo.
Y aunque elegir perdonar puede ser más doloroso, nos trae paz. Cuando pronuncias ese “te perdono” no termina ahí, dices perdono porque lo sigues haciendo, continúas perdonando.
Si alguien viniera hoy a pedirme perdón por las cosas profundamente hirientes que me ha hecho, podría afirmar con verdad: “te perdoné”. Lo hice. Está hecho, pero no ha terminado.
El perdón es una elección continua porque todos los días cuando me levanto, puedo ver o sentir las repercusiones de ello.
No porque me afecte directamente, sino porque todo en mi pasado me ha llevado hasta aquí y lo siento de alguna manera.
Ese dolor es parte de lo que soy y perdonar a esa persona es algo que debo seguir haciendo. Es por eso que mejor diría: “te perdono”, porque tengo que hacerlo una y otra vez. Incluso cuando no lo siento dentro digo estas palabras porque hago una elección: mirar el rostro de Cristo y decidir perdonar.
Esto no siempre es bonito, es una elección difícil, una elección que hacemos incluso cuando no tenemos ganas.
Pero ahí radica su poder: incluso si sentimos ira dentro, incluso cuando nos hace llorar y nos lleva a preguntarnos “¿por qué?”, el perdón es todavía una elección que podemos hacer.
Cada vez que elegimos no guardar rencor, perdonamos nuevamente. Cada vez que elegimos no culpar a los demás, perdonamos nuevamente. Cada vez que avanzamos en lugar de detenernos en los errores, perdonamos nuevamente. Por eso puedo decir: “te perdono, incluso cuando no lo olvido”.
“Te perdono” ahora mismo, mañana y dentro de una década.
“Te perdono” como una promesa que puede ser rota y volver a caer en el dolor o en la ira, pero que en cualquier momento puede volver a hacerse.
“Te perdono” porque no ha terminado, pero la misericordia que continúas dando a los demás permanecerá contigo hasta que Jesús te dé la bienvenida con la misma misericordia que mostraste a los demás.
Hasta el día que ese “te perdono” transforme tu corazón.
Pero permítanme hacer una distinción: hay muchos males que nos siguen doliendo años y años, no porque sean muy profundos, sino porque los alimentamos dándoles vueltas en la memoria y en el corazón.
Como dice Martín Descalzo, “no hay cosa más triste que esta gente que es esclava de sus viejos rencores. En lugar de dedicarse a vivir, parece que su oficio fuera recordar, y recordar solo lo malo. No se dan cuenta de que con ello se autocondenan a la tristeza. Y sufren doblemente”.
Por eso como dicen por ahí: “el mejor remedio contra el mal es olvidarse de él”. Lo que pasó, pasó, y algunas veces puede enmendarse, pero no rehacerse.
Y es que como continúa diciendo Descalzo: “(…) El alma de los hombres es muy pequeña; si la vamos llenando de rencorcitos, la tendremos siempre llena y no podrá surgir de ella ni un acto de amor, e incluso, cuando alguien nos ame, no entrará dentro ese gesto de cariño porque tendremos el alma ya llena de esos rencores. (…) Esa es la última razón por la que Dios, además de perdonar, olvida los pecados: porque tiene que dedicarse tanto a amar que no tiene ni tiempo de recordar el mal”.
Por eso, Él y solo Él nos puede dar la gracia de perdonar y también de olvidar.
Luisa Restrepo / Aleteia.es