Soy un discapacitado en el corazón para siempre, es posible aceptarlo y vivir feliz
Las personas con discapacidad reconocida se muestran así ante los demás. Conocen sus límites y aceptan que los traten de acuerdo con ellos. Pero yo, en la discapacidad oculta de mi corazón, me quiero mostrar perfecto ante los demás.
No quiero que se vean ni mi herida, ni mi pecado, ni mi debilidad. Los oculto, para que nadie los vea. Como si ya estuviera todo bien y hubieran pasado el peligro y la tentación para siempre.
No quiero que mi debilidad me dé más problemas. Paso página. Quiero que cierre todo, que encaje todo en mi alma. Para no sufrir más. Es como si pudiera seguir adelante ya sin trabas.
Pero no es tan sencillo aceptar mis debilidades. Mirarlas con paciencia. Entender que soy un discapacitado en el corazón para siempre.
Y tendré que aceptarme como soy sabiendo que por la herida de mi alma puede entrar Dios. Y el amor humano.
Miro mi vida con alegría y sonrío. Dios puede hacerlo todo nuevo en mí. Pero respeta mi naturaleza. Respeta mi imperfección.
¿Por qué me gustan tanto las cosas perfectas? No tiene sentido. Yo no soy perfecto. Aun así me indigno al ver debilidades en los demás.
Decía el padre José Kentenich: “Contemos con las debilidades humanas. Ellas son una tarea para mí. Al enfrentarlas me diré: – ¿Qué puedo cambiar? ¿Tiene sentido hablar mucho? Si lo tiene, lo haré, y si no lo tiene, pues bien, apretaré los dientes”[1].
Aceptar al otro como es sólo es posible si antes he visto mi pobreza y he sonreído. Soy frágil. Y en mi fragilidad no puedo dejar de alabar a Dios y darle gracias por todo lo que me concede. Por el mundo y la vida que pone en mis manos.
En mi discapacidad encuentro personas que me ayudan a aceptarme como soy y a vivir feliz y agradecido.
Quiero aprender a entregar lo que me cuesta tanto aceptar. Se lo entrego a Dios: “Hay que aprender a rendir la fragilidad de la existencia ante el poder de Dios. El ser humano es una creatura endeble, pero su creador vela por él en los momentos más difíciles. ¿Por qué el hombre no logra comprender que Dios nunca quiere el mal?”[2].
Dios no quiere mi mal. Todo lo contrario. Quiere que, en mi fragilidad, en mi incapacidad para amar bien, sea feliz y ame a los que pone en mi camino.
No lo haré de forma perfecta. No importa. Pero le entregaré a Dios lo que me limita. Lo que me hace frágil. Para que Él use mis escasos talentos y mis limitaciones como un camino hacia el cielo.
En la película Campeones, uno de los protagonistas con discapacidad, hablaba así del entrenador: “Me gusta, lo está haciendo bien. Está aprendiendo. O sea, la discapacidad la va a tener siempre, pero nosotros le estamos enseñando a manejarla”.
Asumo que la discapacidad la voy a tener siempre. No niego la evidencia, no la escondo, no me engaño. Voy a tener siempre el vacío y la carencia. La torpeza para amar y dar la vida. La tendencia a olvidarme de lo aprendido y repetir los mismos errores.
Lo que quiero es encontrar a personas que me ayuden a llevar mi discapacidad, que me enseñen a manejarla. Es lo que deseo.
Es verdad que yo mismo puedo ayudar a otros a caminar con su discapacidad. A luchar por ser mejores personas. Desde su verdad, no desde lo que creen que deberían ser.
Así es en la vida siempre. Quiero estar dispuesto a que me traten de acuerdo con lo que yo soy, con mi verdad. No quiero engañarme.
En mis límites Dios aspira a que ame como Él me ama. Pero en mis límites. No de forma ilimitada porque esa forma no la poseo.
Tengo la piel que pone fin a mi pretensión de eternidad aquí en la tierra y me enseña a confiar en el poder del amor de Dios en mi vida.
En mi carne frágil se hace tangible el cielo que añoro. La eternidad que sueño. En mi piel herida brota un cielo que es paraíso perdido y anhelado. En mi forma de amar imperfecta desde la fragilidad de mi vida.
Entrego mis límites a Dios. Dejo que los demás me traten teniendo en cuenta cómo soy. Me río de mí mismo y de mi verdad más lamentable, cuando palpo el pecado bajo las sombras que me quitan la luz.
Y sigo soñando con una vida plena que sólo dibujo torpemente con mis dedos. Es lo que sueño. En mi discapacidad. Aprender a manejarlo todo mejor de lo que lo hago.
[1] J. Kentenich, Niños ante Dios
[2] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
Carlos Padilla Esteban / Aleteia