Quizás me he empeñado en hacerlo yo todo bien, yo solo, sin ayuda, y Dios sólo quiere que me haga niño

Me dicen que cuando peco hago daño. Que me hago daño a mí mismo.

Y también le hago daño a Dios. No lo sé. Me cuesta entenderlo bien.

Sólo sé apreciar que mi ira hiere al que la recibe y a mí mismo. Y mi indiferencia entristece. Y mi infidelidad decepciona. Mis omisiones son vacíos de amor. Y mi amor egoísta es un mal amor, porque ata y retiene.

Entiendo que mi pecado me aleje de Dios cuando pretendo negar su presencia y huyo. Dejo de amarlo. Y ya no me siento amado.

Tal vez resulta más importante dejarme amar que amar. Y más importante perdonar que pedir perdón.

No quiero esperar que siempre me perdonen. Tal vez mi debilidad sea ignorar mis propias faltas. No reconocer cuándo me equivoco. Y vivir pensando que son los demás los que no me quieren, los que me hieren, los que me matan, los que me ofenden. Y yo sentirme libre de toda culpa.

Decía el padre José Kentenich: Sembrar o suscitar una infancia espiritual honda y cálida es al mismo tiempo profundizar una sana conciencia de pecado[1].

Huyo de los extremos que me matan. El sentir que todo lo hago bien. Y el creer que de todo soy culpable. En los dos caigo sin casi darme cuenta. Ninguno de los dos me deja levantarme y mirar con paz a Dios.

No quiero alimentar un insano sentimiento de culpa. Me hace daño. Una culpa medida me hace bien. Me lleva al arrepentimiento y me da fuerzas para volver a empezar.

Mi indiferencia ante el mal causado me duele muy dentro. Siempre peco, aunque no me dé cuenta. Sé que importa lo que hago y lo que no hago. Mi amor y mi desamor.

Creo en el abrazo de un Dios misericordioso. Eso es el Adviento. Un Dios niño que me abraza y yo le abrazo.

Me hace tanto bien querer a un Dios Padre rico en misericordia… Necesito el perdón cuando he fallado.

Sé que mis caídas son sólo una ocasión para levantarme y correr de nuevo al encuentro de mi Padre. Huele a hogar, a pan rallado, a descanso, a luna creciente.

Huele su abrazo a calor de chimenea, a palabras dulces, a paseo al borde de un acantilado mirando el mar profundo. Huele a consuelos, a miradas tiernas, a sonrisas hondas y verdaderas.

Amo a ese Dios misericordioso que me espera con los brazos abiertos para abrazarme. Conozco y conoce mi fragilidad.

Su perdón me sana tanto por dentro… Une las piezas rotas de mi alma. Cura mis heridas más hondas, más sucias.

Mi pecado es carencia de paz interior. Es fruto de mi desorden. ¿Quién podrá poner algo de armonía en medio de tanto caos que llevo dentro? No lo logro. Es tan difícil.

Y mi pecado brota de mi insatisfacción. Tomo caminos desviados. No sé amar como Dios me ama. Hago el mal que deseo evitar. Y el bien soñado queda en el olvido.

Me siento tan frágil, tan herido. Como esos niños que pretenden alcanzar las estrellas y no logran elevar sus pasos.

Quizás me he empeñado en hacerlo yo todo bien, yo solo. Sin ayuda. No asumo que la perfección es de Dios y no me la exige. Sólo quiere que me haga niño. O mejor aún, que confíe y crea como un niño. Que no pretenda resolver todos los desafíos que tengo por delante.

Quiero aceptar la fragilidad de mi pecado. Miro a Jesús en su bondad, en su amor ilimitado. ¡Qué lejos vivo de tanta belleza!

Miro a María y a José. Hogar de Belén. Cuna de un amor que me resulta imposible. Más que no pecar lo que quiero es aprender a amar. Lo hago tan mal. Soy tan torpe.

Estoy tan lejos del amor de Belén. Del amor de esa tierra de paz en medio de la guerra. Tan lejos de una vida plena en medio de mis vicios que me consumen. En medio de mi desorden que me hace perderme.

Me falta amor. Y renuncia. Y alegría. Y paz del alma para cargar con tantos. Para salir de mí con el corazón cargado.

Para eso sirve el Adviento. Para romper los muros que frenan mi carrera. Para no perder el tiempo envuelto en egoísmos.

Adviento es salir de mi rutina y buscar al que está cerca, al más próximo y abrazarlo. Porque el tiempo es corto y no quiero que me pase lo que describe Jorge Luis Borges:

“Con el tiempo aprenderás que intentar perdonar o pedir perdón, decir que amas, decir que extrañas, decir que necesitas, decir que quieres ser amigo, ante una tumba, ya no tiene ningún sentido. Pero desafortunadamente, sólo con el tiempo”. 

Con el tiempo no quiero descubrirlo. Quiero saberlo ahora. Empezar hoy ya el camino que me saca de mí mismo. Y perdonar siempre. Y aprender a pedir perdón. Aprender a amar.

Quiero ser amado. Quiero recorrer ese camino infinito que me lleva fuera de mí. Y me adentra en el corazón del otro.

[1] J. Kentenich, Niños ante Dios