Es increíble que yo sea como soy. Lo pienso y me alegro. Una sana autoestima me enseña a amar de forma sana
El otro día recibí en mi ordenador este mensaje: «Eres increíble, y lo sabes».
Y todo porque acababa de realizar una compra por internet. Me pareció bastante curioso. La tienda online me decía que yo era increíble sin conocerme. Sin quererme. Me lo dicen y no lo saben. Y yo me alegro. ¡Qué curioso! Y a lo mejor los que lo saben, no me lo dicen. Se callan. Y a mí me duele.
Y yo también sé que algunas personas a las que quiero son increíbles, pero no se lo digo, me lo guardo, me lo callo. Siguen siendo increíbles y yo no les hago creer que lo son. Mi campaña de marketing es peor que la de esa tienda. Aquellos a los que amo no escuchan de mis labios nunca un “te quiero”. No les hago saber lo maravillosos que son. No les expreso mis sentimientos más verdaderos. Los conozco, los quiero, pero no les digo lo que pienso y siento. No lo escribo. Me lo guardo.
Pero esta tienda que no me conoce sí me lo dice. Suena a broma, sonrío al leerlo, pero hay una verdad escondida y algo se alegra en mi alma. Me lo repito muy despacio. Soy increíble, lo sé. De verdad lo soy, aunque me cueste creerlo y vea tantas veces mis límites, mis caídas, mis pecados.
Tal vez por eso necesito que me lo repitan para creérmelo de verdad. Pero no cualquier tienda, que no me conoce. Sino alguien que de verdad me quiera. Alguien a quien le importe de corazón.
¿Tan necesitado estoy de reconocimiento que necesito esos halagos? No deseo cualquier halago. Esa frase dicha así, en la fría pantalla de un ordenador, suena a falsa. Ellos no me conocen, ¿cómo voy a ser increíble para ellos si no saben cómo soy?
A veces las personas me dicen cosas sin conocerme. Halagos unas veces, otras veces son críticas y juicios. En realidad, todo me afecta. Pero ellos, si lo pienso me doy cuenta, no me conocen de verdad. Aún así me afecta lo que me dicen, lo que opinan sobre mí. ¿Tienen el mismo peso las palabras independientemente de quien las diga? En realidad, no. Pero me afectan.
Me duele mi vulnerabilidad. Quiero que todos me acepten y digan que soy increíble. Que me aplaudan y me elogien. Es como si necesitara continuamente escuchar un reconocimiento. Un like de alguien desconocido. Un aplauso sin rostro. No me conocen, pero el halago me eleva. Y sin conocerme, la crítica me hunde. Me juzgan y dejo de crecer, de confiar, de creer. ¡Tienen tanto poder las palabras!
Hoy muchas personas me felicitan la Navidad. Muchos lo hacen por costumbre, sin detenerse a pensar en mí y felicitarme a mí. Lo hacen sin rezar por mí. Otros sí lo hacen con un cariño profundo. No llega igual cada mensaje de Navidad. Me gusta lo personal, no lo general.
Yo también caigo en lo mismo. Digo las cosas sin conocer, sin querer de forma personal, sin detenerme a pensar en cada uno. Las prisas son malas y no me dejan detenerme a rezar, a pensar, a estar con Jesús.
Pienso en este niño Dios hecho carne. Miro al Belén en el que descansa este Niño que me quiere a mí, que me busca a mí, que me conoce. Sus palabras resuenan en mi corazón con la fuerza de un latido. Jesús sí que me dice hoy: «Eres increíble, y lo sabes».
La verdad es que no lo sé. O más bien no me lo creo y se me olvida. No acabo de comprender que soy el más querido por Dios. Que soy su hijo predilecto. Tengo muchos talentos, muchas virtudes. Una historia increíble. Una vocación maravillosa.
Pero yo no acabo de entonar mi magníficat como María agradeciendo a Dios todo lo que hace en mí. Soy maravilloso. Soy estupendo. Soy el jardín de Dios. Soy su establo más preciado. Tengo un alma grande. Un corazón inmenso. Una hondura en la que las raíces de Dios crecen con fuerza. Tengo la suerte de amar mucho y de ser muy amado.
Me gusta la palabra increíble. Tiene que ver con el asombro y la sorpresa. Con lo que rebasa todas las expectativas y supera todos los sueños. Es increíble que yo sea como soy. Lo pienso y me alegro. Una sana autoestima me enseña a amar de forma sana.
Miro a Jesús en el pesebre. Ya está aquí. Ha venido en silencio. Es increíble esa presencia misteriosa. Él es mucho más increíble que yo. Me mira a mí con alegría y se asombra. Y me repite esas mismas palabras. Me pide que me lo crea, que confíe en el poder de sus palabras. Es el hijo de Dios. Él me hace nacer de nuevo y me recuerda que valgo más de lo que pienso. Que no me mire mal y confíe en lo que puede hacer conmigo.
A veces me centro en lo que hago mal, en mis carencias y límites. Y esa mirada no me hace crecer.
Decía el P. Kentenich: Si yo dijese reiteradamente en mis pláticas, en un sesenta a noventa por ciento: ‘tú no puedes hacer nada, pero Dios ha hecho de ti algo valioso’, esa afirmación tiene que causar una falta de alegría en mi relación con Dios y, por eso, se busca la alegría en otra parte: en el mundo de las alegrías sensibles y del pecado.
Justamente Jesús me mira y ve lo valioso que hay en mí. No se queda en mi pecado, en mi pobreza. No hace algo grande a pesar de mi barro, sino contando con él. Tengo una potencialidad escondida. Un don sagrado que estoy llamado a entregar. Hay una semilla en mi alma que habla de eternidad. Necesito saberlo para poder darlo. Saber que soy increíble me hace más increíble todavía.
¡Cuánto poder tiene la fe! Si creo en mí llego más lejos. Si creen en mí subo a las alturas. Jesús cree en mí. Soy increíble para Él. Eso me basta.