Jesús nace a su manera.

Jesús llega a mi vida sin que yo esté preparado. Nunca suelo estarlo para las grandes ocasiones. Me dejo llevar por las prisas y no me detengo ni un instante.

Quiero que el nacimiento de Jesús se dé en en mí tal y como mi vida está ahora. Así pasó en la vida real: “El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera”. Fue de una manera silenciosa, sin llamar la atención.

El nacimiento fue en huida. En la pobreza de un pesebre. ¿Qué hubiera pasado si alguien con alma de niño hubiera abierto su posada? ¿y si en lugar de un establo hubiera nacido en una familia, en la paz y el remanso de un hogar en calma? Hubiera sido de otra manera el nacimiento. Pero no sería Jesús.

Él quiso nacer a su manera. Y su manera duele, incomoda, altera mi paz y mi sosiego. Su manera inquieta, es como una astilla que se mete en mi piel haciéndome daño.

Su manera no se adapta a la horma de mi zapato. O es más pequeña o es más grande. Quiero encajonar a Dios para que se adapte a mí, a mis deseos.

Dicen que le atribuyo a Él sólo los bienes. Y los males digo que los observa impotente, pero no es responsable. Como si quisiera exculparlo de todas mis desgracias.

¿No tengo que perdonarlo a veces cuando permite algo que me duele en lo más hondo? Sí. Le perdono. Pero me parece que me he inventado un Dios que nace a mi manera. Cuando yo quiero, cuando lo necesito.

Y cuando me decepciona lo vuelvo a reservar en el sagrario. Lo escondo, lo oculto. Allí donde no me molesta en mi silencio. Calla. Y parece dormido.

Demasiado quieto mi Dios. Demasiado impotente. Demasiado pequeño. O tal vez tan grande que se queda lejos de mí. En algún lugar lejano en el que yo no habito.

Tengo claro que mis decisiones importantes pasan por el corazón. Sin él no puedo decidir nada bien. No sé lo que de verdad me conviene hasta que lo medito todo en mi corazón. Allí sucede lo importante.

Pero a veces siento que mi corazón va a contracorriente. No se adapta a los tiempos de los hombres. Vive con un reloj distinto. No sé si es el de Dios, o es el de mi alma.

Lo que sé es que a mi ritmo Dios me habla. En sus silencios confirma mis intuiciones. Y con sus susurros suaves calma no sé bien cómo mis miedos.

Me arrodillo hoy cansado, con barro en mis manos, el alma vacía, delante de mi Dios niño, mi Dios de carne, mi Dios tan humano. ¡Cuánta paradoja hay en el pesebre! ¡Cuánta impotencia para salvar el mundo! Un Dios hecho hombre, hecho niño, hecho límite.

Decía el padre José Kentenich: “El rostro humano del Padre Eterno vuelto hacia nosotros, nos revela de manera sensible y palpable, de modo auténticamente humano, cómo concebir humanamente el interés espiritual de Dios Padre por cada individuo”.

El rostro de un niño con sus ojos grandes es el rostro humano de la misericordia de Dios. Dios hecho hombre se acerca al hombre. Dios con nosotros que no quiere dejarme solo. Dios conmigo para que sienta cada día su abrazo.

Dios me ama y viene a mí, pero a su manera, eso sí, no a la mía. Es mejor la suya, lo sé, aunque no la entienda. Me empeño en querer razonarlo todo. Y mi vida se juega en el corazón, no en la cabeza. Me salvo en el corazón que a veces tengo tan desordenado, tan sucio, tan limitado.

Y yo quiero que Jesús nazca en mi vida a mi manera. Cuando esté todo en orden, pienso, será distinto. Cuando tenga éxito y logros que justifiquen mi vida. Entonces le dejaré entrar y quedarse conmigo.

Pero no es así. Soy víctima del caos de mi alma. Y me siento inquieto y perdido con frecuencia. En medio de las nieblas de mis desánimos me arrodillo en silencio ante el Niño que nace.

¿Qué hubiera hecho yo esa noche de invierno? ¿Hubiera dejado a José y a María entrar en mi vida? Me temo que no. Me incomodan los que molestan.

Tengo miedo y me cuesta aceptar la manera de Dios. Por egoísmo, por pereza. Tantas veces me guardo de los hombres que me incomodan.

Y creo que tengo que vivir a mi manera. Que es la que de verdad vale. La que me hace feliz, la que se adapta al tamaño de mi alma. ¡Qué mirada tan pequeña, tan pobre, tan ciega!

Quiero aprender a dejar nacer a Dios en mi vida a su manera. Dejarlo entrar. Aunque no entienda yo lo que Él hace cuando habita en mí.

Dios conmigo en medio de mis días. En medio de mis nervios e inquietudes. Dios que viene a romper la santa armonía de mis rutinas sagradas. En las que no me desprendo de mi yo queriendo ser el dueño de mi vida.

Miro a José y María y obedezco: “Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’”. 

Los miro en la noche de Navidad. Cuando todo está a oscuras y una luz se enciende en el pesebre. Una lámpara en la noche. Una señal de esperanza entre tantas desesperanzas.

Jesús nace a su manera y no lo comprendo bien. Unos pañales, una madre, un padre. Pobreza, soledad y silencio.

Jesús nace a su manera. En la persecución. En el dolor. En la pérdida. En el martirio. Nace en medio de la tensión. Cuando no todo está claro ni en paz. Cuando el futuro es incierto.

Me quiero adaptar a su manera. Jesús tiene razón, todo es cuestión de tiempo. Dios se adapta a mi tiempo. La eternidad se limita en horas y en días. No hay nada tan incongruente.

Dios todopoderoso se vuelve impotente. Dios omnipresente se esconde en una cueva. Dios omnisciente vive en la ignorancia. Dios eterno acepta la muerte.

La naturaleza creada asume al Dios que la ha creado. El creador sometido a la creatura. Me parece todo imposible. Su manera me desconcierta siempre de nuevo. Su manera de hacer las cosas, de amar hasta el extremo, me resulta imposible. Su soledad es un amor que desborda todas mis pretensiones.

Y yo pretendo someter a Dios a mi manera. Hacerlo actuar según mis planes. Indignándome cuando no se ajusta a mi lógica o a mis gustos.

Me arrodillo cansado ante el pesebre. Ante mi Belén con José, María, el ángel, el Niño, el buey y la mula. Y la estrella que me ilumina. Los pastores y la oveja. Yo allí de rodillas queriendo sostener el mundo en mis manos.