Una madre nunca se va del alma del hijo
Una madre está siempre pendiente de su hijo. Sueña con él. Lo cuida, lo protege. Siempre a su lado en momentos difíciles.
No duda de lo que hay en su corazón. No se queda en los hechos, no se fija sólo en las derrotas. Mira el corazón de su hijo y permanece fiel a su lado. No lo abandona a su suerte.
Una madre conoce a su hijo. Lo ama en su verdad. No se olvida de ningún hijo. Todos tienen que ver con su historia.
Una madre es misericordiosa. Perdona los errores, las ofensas, los desprecios. Una madre no se desentiende de la suerte del hijo. Está pendiente de sus progresos. Cuida sus avances. Cuando el hijo se aleja aguarda paciente. Cuando no llama, o no escribe.
La maternidad es un instinto impreso en el alma de la mujer. En algunas mujeres es más fuerte que en otras.
Guardo en el corazón la mirada de mi madre. Su espera paciente. Su palabra cariñosa. Guardo sus consejos y sus silencios. La música de sus pasos. La paz de su sonrisa.
Me acuerdo de algunas palabras suyas dichas solemnemente. Se quedaron grabadas para siempre. No olvido sus pensamientos. No dejo de lado lo que para ella era importante.
Siempre esperaba alegre mi llegada. No me recriminaba mis olvidos. Sabía lo que yo necesitaba antes de decírselo. Y me miraba con complicidad en momentos íntimos.
Me decía lo que pensaba con fuerza. Y caminaba con paso lento, quejándose de mis prisas.
Recuerdo su olor, su luz, su voz. Recuerdo su presencia que todo lo llenaba. Una madre nunca se va del alma del hijo. Permanece allí siempre anclada, dentro de la historia sagrada de cada uno.
Pienso en María que es mi madre. Y no me deja tampoco en medio de mis días. Dios me regaló su misericordia en el rostro de una Madre que me espera con los brazos abiertos. Me mira siempre. Me calma cuando llego.
San Buenaventura comenta: “Dios pudo haber creado un mundo más grande, pero no una madre más grande”[1]. María es mi Madre, con mayúsculas.
Y el padre José Kentenich reza: “Si no hubieses sido hasta ahora mi Madre, Reina y Protectora, si Dios no te hubiera confiado esa dignidad, yo te elegiría libremente. No quiero a nadie más. Y aun cuando pudiera tener mil otros, sólo quiero tenerte a ti, la única Elegida y Escogida. Renuncio a todo apego desordenado a las criaturas y a mí mismo, y prometo una entrega de corazón y fiel a la Amada de mi corazón”[2].
Fue su Madre la que salvó su vida cuando en medio de sus crisis estuvo a punto de volverse loco. Ella lo salvó de su caída. Lo levantó y le dio la paz que necesitaba.
María se convirtió en su Madre educadora. Fue cambiando sus hábitos, calmando sus miedos. Como una madre. María no se olvida nunca de su hijo.
Rezaba el papa Francisco en Fátima: “Señor, por culpa del orgullo de mi corazón, he vivido distraído siguiendo mis ambiciones e intereses, pero sin conseguir ocupar ningún trono. La única manera de ser exaltado es que tu Madre me tome en brazos, me cubra con su manto y me ponga junto a tu corazón. Que así sea”.
Necesito mirar a María como mi Madre. Sólo Ella puede salvarme. Intento ser mejor cada día. Pero fallo, solo no puedo. Me siento impotente para mejorar.
María, mi Madre, es capaz de sacar lo mejor que hay en mí. El amor consigue que sea mejor persona. Más dócil, más tierno. Su ternura ablanda mi corazón endurecido.
Es mi madre. Y también es mi Reina. En Ella dejo mis impotencias. Siento que no logro hacer lo que pretendo. Desisto de mi propósito, me dejo paralizar por los miedos. En Ella, que es mi Reina, descanso como un niño.
En mi impotencia veo todo lo que puede cambiar en mí. Si me dejo. En sus manos educadoras de Madre. Ella vence allí donde yo soy débil.
Tal vez sólo pueda entrar en mí cuando me quiebre. Cuando se rompan de golpe mis seguros y protecciones. Cuando abandone esa zona de confort en la que me siento cómodo.
Ella se hace fuerte en mí. Vence en mí y logra una victoria que se me escapa de mis manos. Pero antes tengo que decirle que la necesito. Tengo que hacerle ver que no puedo nada sin Ella. Me muestro impotente para que pueda manifestar su poder en mi vida rota, herida, perdida.
Ella puede hacerme de nuevo. Me engendra en su seno para que brote de mi alma una vida nueva. Esa esperanza es la que pone en mis entrañas. Un niño inocente concebido en su alma.
Me da paz mirar a María y entregarle mi vida. Necesito su mirada comprensiva, llena de misericordia. Sonríe y ve lo bueno que hay en mí. La belleza que a mí me pasa desapercibida.
Cree en mí cuando yo he dejado de creer y me lanza a la lucha cuando yo prefiero permanecer tranquilo. Ve las posibilidades escondidas en mi barro. Aprecia la bondad que yo escondo detrás de mi dureza.
Me conoce y no se desentiende. No mira hacia otro lado. Me mira a mí y su paz sostiene mis pasos.
[1]Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[2]Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus