Un amor heroico hasta dar la vida puede vivirse en un minuto o a lo largo de muchos años, requiere renuncia y mucha mucha entrega, confianza y abandono

Mi corazón no desea el martirio.

No quiere saber nada de renuncias, ni de dolor ni sufrimiento. Cuando escucho el relato de las actas martiriales siempre me conmuevo.

En el martirio de san Fructuoso y san Eulogio se puede leer: “El gobernador Emiliano preguntó a Eulogio: – ¿Tú también adoras a Fructuoso? Eulogio contestó: – Yo no adoro a Fructuoso sino a aquel a quien Fructuoso adora”. 

Los mártires mueren no por una ideología, ni por una forma de pensar, mueren por amor a Jesús. Mueren contra su voluntad porque adoran a Dios y no a los hombres.

Es cierto que si no hubieran muerto podrían haber hecho tanto. Pero ellos están convencidos de que su sangre será semilla de nuevos cristianos.

Nunca he deseado el martirio. No me parezco a tantos santos que lo anhelaron. Desearon decirle a Dios que eran capaces de un amor heroico hasta dar la vida. 

¿Es más heroico un minuto de dolor que una larga vida de sufrimientos? ¿Una muerte agónica vale más que una vida sacrificada? No lo tengo tan claro. Pero no deseo un minuto intenso de dolor martirial. Duele morir. Duele perder a los que mueren.

San Fructuoso anima a los cristianos que se quedan huérfanos: “Jamás os faltará pastor. Y no podrán fallar el amor y la promesa del Señor ni en este mundo ni en el otro, porque esto que ahora contempláis es breve como el sufrimiento de una hora”. 

El breve sufrimiento de una hora. ¿Es eso deseable? No sólo ese sufrimiento, sino el final de una vida de bienes, de amor, de entrega.

¿No es mejor un cristiano vivo antes que muerto? Las categorías cristianas parecen ser otras. Pero yo me aferro a pensar como los hombres y no como Dios. No me gusta el martirio.

No me gusta la muerte. Pero me sobrecoge la entereza de los santos mártires al ver acercarse el momento de su entrega total.

Tiene que haber una coherencia, eso sí. El martirio de una hora es posible cuando he vivido mi vida sólo para Jesús. 

Esa libertad interior, esa santa indiferencia en el momento crucial, no se inventa de un momento para otro.

Las palabras de san Fructuoso brotan de un corazón enamorado que va a encontrarse con el Señor para siempre. Le apena dejar solos a los que ama. Le conforta saber que dentro de nada estará con Jesús.

¿Acaso no vamos a morir todos algún día? Lo único que puedo hacer ante esa hora del martirio es retrasar el momento de mi muerte.

Aun así, lo cierto es que lo más normal es que yo no enfrente esa posibilidad en mi vida. Y no por eso quedo eximido de otro tipo de martirio. Es el martirio del amor.

Decía santa Juana Francisca de Chantal: “Muchos de nuestros santos padres en la fe, hombres que fueron pilares de la Iglesia, no murieron mártires. ¿Por qué creen que fue así? Yo misma creo que fue porque hay otro martirio: el martirio del amor”.

A ese martirio siempre soy invitado. El acto de amar con toda el alma, con todo mi cuerpo, es un gesto martirial. El que ama de verdad, no el que dice amar a todos y luego no ama a nadie.

El que ama en concreto, a rostros concretos, a vidas concretas, ese hombre enamorado de lo humano y de lo divino, vive el martirio cada vez que ama.

El amor es renuncia. Y si no lo quiero ver, es que no sé amar.

Estoy acostumbrado a que me cuiden, no a cuidar. A que me den, no a dar. A que se sacrifiquen por mí, no a sacrificarme por alguien.

El martirio del amor exige mucha entrega, confianza y abandono. Lo mismo que el martirio de los que murieron mártires. Pero no se juega en una hora. Se juega en la entrega diaria de toda una vida.

El otro día escuchaba hablar de un diácono de cien años que seguía sirviendo en la eucaristía, proclamando el evangelio, acompañando a la comunidad cristiana.

Dice de él su párroco: “No solo tiene cien años, sino que está lleno de vida y es muy activo”. ¿No es eso un martirio del amor?

O la vida de tantos matrimonios que cuidan a sus hijos y cuidan el amor conyugal renunciando a lo propio por amor. ¿No es también eso martirio?

La vida bien vivida, en Dios, da fruto abundante, como dice la Biblia: “Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza. Será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto”.

Mi vida dada por amor. Mi servicio generoso que no busca el propio bien, sino el del prójimo. El que acepta el sacrificio diario con alegría y sonríe en medio de la tribulación.

Ese martirio del amor es una gracia que pido cada día. Para no buscarme a mí diciendo que busco a Dios. Para no querer que me sirvan, diciendo que soy yo quien sirve.