No existe un matrimonio perfecto. No existe la perfecta felicidad por la simple razón de que en el corazón de todo amor habrá siempre cierta insatisfacción. Pero no hay que perder el ánimo, ¡porque es posible hacer de las imperfecciones auténticas ventajas para la pareja!

Me casé pensando que conocería la auténtica felicidad. Mi soledad de joven por fin iba a terminar. Con mi marido, un joven encantador y muy delicado durante el noviazgo, estaba convencida de que formábamos la pareja más maravillosa del mundo. Estaba segura de que lo compartiríamos todo: nuestras aspiraciones, nuestros pensamientos, nuestros proyectos, nuestra fe… No quiero decir que me cayera de la nube, pero aun así, quedé muy decepcionada… Es importante decir a los jóvenes que el matrimonio no es el paraíso… Lo que encontré no fue lo que había soñado”.

He querido citar estas declaraciones de una mujer que reflejan muy bien una reacción frecuente en esposos o esposas después de algunos meses o algunos años de matrimonio. 

Me gustaría explicar este sentimiento que no es tan raro…

¿Por qué es tan complicado? 

Para ser objetivo, debo decir que a veces he podido escuchar palabras más reconfortantes: 

Me casé pensando que estaba bien, ¡pero fue mucho mejor!”

Me casé con los ojos cerrados y no lo lamento”. 

Sin embargo, también hay que rendirse a la evidencia: el matrimonio perfecto no existe.El corazón humano no dice nunca “¡Es suficiente!”. El amor promete la fusión, pero los cónyuges siguen siendo dos, con el muro de sus diferencias. Promete compartir, promete diálogo, pero persiste el peso del día a día.

Promete la disponibilidad total del otro, pero el otro es un ser libre que se pertenece, primero, a sí mismo. Promete el conocimiento del ser amado, pero el otro sigue siendo un misterio cuya interioridad pertenece a Dios. Promete la felicidad, pero viene la enfermedad y la caída del deseo. Dice “para siempre”, pero sobre las cabezas está la espada de Damocles de la muerte. La pareja decepciona inevitablemente aunque sea un poco: “No hay árbol sin nudo ni mujer sin defecto”, dice un proverbio… al que cabría que añadir: “No hay marido perfecto, ni siquiera el de la vecina”.

Los motivos de esta insatisfacción son múltiples:

  • el perfeccionismo que pone el listón muy (demasiado) alto, 
  • el mito de la completitud (cualidad de completo) que piensa que el otro va a satisfacer todas nuestras necesidades,
  • el mito de la fusión en que la pareja sueña con una unión maravillosa y sin conflictos (como la relación con la madre durante la primera infancia),
  • la idealización de los enamorados cegados por el descubrimiento del amor… 

De hecho, el imaginario en los proyectos conyugales explica las desilusiones de la vida de pareja. Aunque la pareja se diga realista y lúcida, siempre está la secreta esperanza de conseguir una pareja “distinta de las otras”… unida hacia y contra todo para afrontar el desafío del desgaste del tiempo.

¿Cómo gestionar la monotonía de la vida diaria?

Para gestionar esta insatisfacción innata, primero hay que dejar de sorprenderse por ella. La imperfección forma parte de la condición humana. Es algo cierto en todos los aspectos y el amor no escapa a esta finitud del ser humano. Aceptar nuestros límites y los del otro es abandonar los sueños de la adolescencia.

Convertirse en adultos es gestionar la imperfección. Comprender que la verdadera perfección, la verdadera grandeza, consiste precisamente en vivir la monotonía diaria: marchar al trabajo, llenar el frigorífico, ordenar la casa.

Luego, es importante huir de algunas tentaciones, como la de soñar con un lugar donde la hierba crece más verde o la de hacer comparaciones (“Ay, si tuviera yo un marido como el tuyo…”) o la de ocultar todo lo positivo y lo maravilloso de la vida o la de, directa y simplemente, resignarse.

Cuando la imperfección se convierte en una ventaja para la pareja

Sobre todo, es capital dar un sentido a esta imperfección para percibir lo que tiene de positivo y de útil. La imperfección puede convertirse en un motor vital que nos obliga a avanzar, a mejorar. Puede arrancar de cuajo la monotonía: “Si mi marido fuera perfecto, ¡me aburriría!”, decía una esposa. Aceptada, la imperfección permite ver al otro tal y como es y no como un príncipe encantador irreal, sabiendo que, tal y como es, sigue mereciendo la pena.

Si pedimos demasiado al amor, terminamos decepcionados inevitablemente. Sin embargo, el amor –con sus vicisitudes, sus avatares y sus debilidades, pero también con su encanto y sus tesoros– es exactamente lo que necesita el ser humano para pulir y dar forma a su corazón, insaciable porque está destinado, algún día, al encuentro con Dios, el Amor absoluto.

Denis Sonet