Este animal que disfrutó de un culto particularmente activo en las religiones antiguas sería objeto de innumerables holocaustos en los primeros tiempos del judaísmo, para finalmente asumir un valor simbólico distinto con el Apocalipsis.

El sacrificio de este poderoso animal ha sido sinónimo de vida y de expiación de las almas, antes de que la Pasión de Cristo lo sustituyera.

Un animal sacrificado en holocausto

El lector del siglo XXI, sensibilizado por la causa animal, no puede sino sorprenderse u horrorizarse por el número de animales sacrificados en holocausto. El término holocausto es de origen griego y significa “enteramente consumido por el fuego”, aunque las pobres bestias ya eran degolladas previamente para recoger la sangre esparcida sobre altares y fieles… 

¿Por qué razones estas prácticas que nos parecen crueles en la actualidad eran tan frecuentes, como podemos constatar por la lectura de los libros del Antiguo Testamento? El Levítico nos proporciona una respuesta: “Porque la vida de la carne está en la sangre, y yo mismo les he puesto la sangre sobre el altar, para que les sirva de expiación, ya que la sangre es la que realiza la expiación, en virtud de la vida que hay en ella”.

Esta ofrenda, que reemplazó muy afortunadamente a las víctimas humanas de los primeros tiempos, debía volver favorable o propicia a la divinidad así venerada, de ahí el término “sacrificio propiciatorio”. Recordemos que ‘sacrificar’ significa ‘sacro’, del latín ‘sacer’, y que durante mucho tiempo los carniceros eran sacerdotes.

¿Por qué un toro?

Aunque el toro está lejos de ser el único animal en ser sacrificado de esta manera, sigue siendo uno que aparece en muchas ocasiones en los textos bíblicos.Esta preferencia se debe a la herencia legada por los múltiples cultos precristianos que tenían, todos, una predilección por este poderoso animal, que encarnaba tanto la vitalidad como la fertilidad. 

Así era el caso del antiguo Egipto, donde se lo asociaba al dios Amón y que dio lugar al culto de Apis, o el de Asiria con ese toro con rostro humano que tomaría el nombre de Querubín, o el de Grecia con Poseidón, sin olvidar a Roma con el carro de Diana uncido con toros. Este animal es omnipresente en la cultura antigua, al contrario que hoy día, cuando solamente la cuestionada tauromaquia perpetúa esta herencia… 

Sin embargo, el lector atento del Antiguo Testamento podrá percibir una crítica subyacente de los sacrificios, a menudo próximos al paganismo, como revela Isaías: “¿Qué me importa la multitud de sus sacrificios? –dice el Señor–. Estoy harto de holocaustos de cameros y de la grasa de animales cebados; no quiero más sangre de toros, corderos y chivos”. Una crítica que será confirmada por san Pablo en su Carta a los hebreos: “(…) es imposible que la sangre de toros y chivos quite los pecados”.

Del sacrificio del toro al sacrificio crístico

En esta tradición hay que apoyarse para comprender la imagen del “tetramorfos” (“de cuatro formas”) del Apocalipsis de san Juan. Ya en el Antiguo Testamento, el profeta Ezequiel en una de sus visiones había identificado la forma de cuatro “vivientes”, cada uno con cuatro alas y cuatro rostros, uno de ellos el de un toro. Juan, en su visión, percibe también cuatro vivientes, pero cada uno de ellos es un animal y el segundo es el que tiene aspecto de toro.

A partir de estos relatos, por paralelismo, cada uno de los cuatro evangelistas se atribuiría un animal y el toro se convertiría en símbolo del evangelista san Lucas. Si vamos un poco más lejos, el cristianismo primitivo no dudaba siquiera en identificar al mismísimo Cristo con este toro a la vez poderoso y víctima, como escribe Tertuliano: “Ese toro misterioso es Jesucristo, juez terrible para unos, redentor lleno de mansedumbre para los otros”. 

No obstante, después, el acto fundador del cristianismo –el sacrificio aceptado por Jesús de su vida en la Cruz– sustituiría definitivamente para los cristianos a los sacrificios animales, inútiles ante esta Pasión libremente escogida y prueba de amor.