Chauvet, Lascaux, Altamira… allá donde observemos arte rupestre y los primeros balbuceos de la cultura, el ciervo está omnipresente en el bestiario primitivo. Elemento central de la caza y objeto de culto, nunca dejó indiferente a ninguna de las primeras civilizaciones que sucedieron a la prehistoria.
Basta para convencerse visitar la hermosa exposición Reinos olvidados: del Imperio hitita a los arameos, actualmente en el Museo del Louvre, donde se constata la importancia del cérvido en las numerosas representaciones que se le dedican.
Su vigor y el esplendor de su aspecto hacen de él un animal con aire de realeza asociado a divinidades veneradas.
Esta herencia cultural será adoptada por griegos y romanos: Acteón, al sorprender a Artemisa mientras se bañaba, fue transformado en ciervo. Esta metamorfosis no dejará de vincular el destino del animal y del hombre, al igual que depredador y presa.
Los celtas veneraban también al ciervo como divinidad, como con Cernunnos, “el cornudo”, un dios galo de poderoso aliento. Sus representaciones pueden encontrarse sobre todo en el Museo Cluny de París o en el famoso caldero de Gundestrup en Dinamarca, que aún hoy siguen fascinando la mirada del espectador.
El ciervo en el Antiguo Testamento
La fogosidad, la vitalidad y su bella presencia constituyeron los principales rasgos legados al universo bíblico. El ciervo se convertiría, pues, en uno de los animales del bestiario del Antiguo Testamento. El Salmo 42 es sin duda el más elocuente: “Como la cierva sedienta busca las corrientes de agua, así mi alma suspira por ti, mi Dios”.
Esta sed insaciable de la Palabra divina será más que una simple metáfora superficial y la vitalidad que derivará de ella inspirará al profeta Isaías con estas palabras: “El tullido saltará como un ciervo y la lengua de los mudos gritará de júbilo. Porque brotarán aguas en el desierto y torrentes en la estepa”.
Este animal, cuyo poderío sigue impactándonos hoy en día, ya tenía antiguamente la reputación de perseguir serpientes y devorarlas, cosa que contribuiría a su energía según Plutarco, Marcial y Lucrecio.
El arte romano precristiano parece así haber anticipado ese combate del bien contra el mal en numerosas representaciones elocuentes de ciervos destruyendo a serpientes en sus nidos.
El Cristo Ciervo
Aunque siempre impresionante por su bello porte, nuestra época ha olvidado un poco la importancia que reviste el ciervo en el bestiario bíblico.
Sin embargo, fue uno de los primeros animales reservados por la cristiandad y el Physiologus le dedicó un lugar destacado al compararlo con el mismísimo Cristo.
La leyenda dorada de Santiago de la Vorágine, en el siglo XIII, presenta extraordinarias leyendas medievales sobre esta metamorfosis de Cristo en ciervo, historias que haríamos bien en redescubrir, en especial las de san Huberto y san Eustaquio.
Eustaquio, antes de hacerse santo, se llamaba Plácido y salía a cazar con sus amigos. En una ocasión, vio un ciervo magnífico como ningún otro y se lanzó a su persecución. Llegados a una cima, el animal se volvió hacia el cazador y le ordenó que lo siguiera a las alturas en lugar de cazarlo.
Y entonces Cristo reveló su identidad antes de desvanecerse en una imagen deslumbrante de Cristo en la cruz, que terminó de convencer al cazador atónito. Plácido lo abandonó todo y entregó su vida a Cristo, había nacido san Eustaquio.
La leyenda de san Huberto se parece a la de san Eustaquio: Huberto, hijo del duque de Aquitania, se encontraba de caza un día de Viernes Santo cuando vislumbró un gran ciervo con una cruz entre los cuernos. El animal le ordenó que abandonara su vana pasión y siguiera los preceptos de Cristo.
Así nacía la leyenda de san Huberto, tan querida por los reyes. Patrón de los cazadores, san Huberto se celebra el 3 de noviembre de cada año y su representación ha inspirado desde entonces a los más grandes artistas.