El amor humilde no mira con ojos críticos a los demás
Jesús me pide que mire con pureza de corazón. Pero yo suelo ver lo malo que hay en el mundo, en los demás, en mí mismo.
Me dice: “¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: – Hermano, déjame que te saque la mota del ojo, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano”.
¡Con cuánta facilidad veo la mota en el ojo ajeno! Me fijo en lo que los otros hacen mal. Y los condeno. Tengo gran facilidad para decir: “Tú, lo que deberías hacer…”.
Poseo todas las recetas posibles. Sé lo que los demás tienen que hacer para que sus vidas mejoren. Tal vez no me fijo tanto en mi viga propia. En lo que yo hago mal.
Para lo mío siempre encuentro excusas. Los demás. Las prisas. Las presiones. Las circunstancias. Para los otros tengo un ojo avizor que descubre el mal y denuncia el pecado.
A mucha distancia soy capaz de ver lo que no funciona. Interpreto gestos. Leo debajo del agua. No se me pasa una.
Enseguida analizo a las personas y las clasifico. Los que son de fiar, y los que no lo son. Los que son oro refinado. Y los que están llenos de defectos y manías.
Sé lo que deberían hacer los demás para ser mejores personas. Se lo digo, no me callo. Me falta humildad. Suelo juzgar el mundo desde lo alto de mi atalaya. Allí me siento protegido y seguro. Como si yo no tuviera puntos débiles.
Por eso me viene bien mirar mi corazón. Ver mi propia debilidad. Asumir mi imperfección.
El otro día leía: “La conciencia de nuestra fragilidad nos lleva a no juzgar más a nadie y a tratar al prójimo con dulzura humildad y comprensión”[1].
Si fuera consciente de mi fragilidad, de mi pecado, miraría con más humildad a los demás. Me bajaría de mi torre. Me pondría a la altura de los débiles y no los condenaría tan fácilmente.
Comenta el papa Francisco en la exhortación Amoris Laetitia: “Se dice que (el amor) no tiene en cuenta el mal; puede significar guardar silencio sobre lo malo que puede haber en otra persona. Implica limitar el juicio, contener la inclinación a lanzar una condena dura e implacable”.
El amor no lleva cuentas del mal. El amor humilde no mira con ojos críticos a los demás.
Me cuesta cambiar la mirada. Lo observo todo. Y a menudo no guardo silencio. Estallo. En ocasiones es la rabia la que me mueve.
Me molestan los defectos y pecados de aquel a quien amo. Y estallo. Se lo digo. Pero no me importa que mejore por su bien, es más bien por el mío.
Lo que me molesta a mí es lo que importa. No pretendo que el otro sea mejor. Sino que yo tenga más paz.
No me callo en mis críticas. Soy inflexible. Duro con mis juicios. No tengo misericordia. Y además, olvido que yo mismo tengo defectos que también molestan.
Algunos no son pecaminosos. Simplemente son imperfecciones que debilitan mi entrega y mi amor. Me gustaría ser más consciente de todo lo que puedo cambiar en mí. De esta forma sería capaz de mirar mejor la vida.
¿Cuál es la viga que ni siquiera soy capaz de ver? Me creo que yo lo hago todo bien. Juzgo. ¡Qué mal están los demás! Pienso. Ensucian el mundo, la Iglesia. Yo salgo ileso en el juicio. Nadie me condena. ¿Yo tampoco?
Miro mi corazón como lo mira Jesús. Lo miro con misericordia. Veo mis defectos y pecados. Veo mis debilidades y deficiencias. Sí, son muchas. No son ni peores ni mejores que otras. Son las mías.
Ojalá pudiera crecer y mejorar. Lo intento. Me pongo manos a la obra. No me fijo tanto en los demás. Más bien mi mirada se convierte en mirada llena de admiración.
Miro sobrecogido la belleza de los que me rodean. Tienen luz. Más que yo. Los miro con alegría al ver esa originalidad que Dios ha puesto en sus vidas. Dejo a un lado la viga que no me deja ver.
Es frecuente en mi alma ese juicio que condena al que no es como yo. Al que hace las cosas de forma diferente.
A veces me veo criticando para descalificar al que otros alaban. ¿Me molesta que hablen bien de otros? ¿Tengo envidia?
Es como si al criticar a los demás, de forma especial a los que hacen lo mismo que yo, me sintiera algo mejor. Más alto. Más valioso. Más digno.
¿Quién soy yo para juzgar y condenar a nadie? No tengo ningún derecho a hacerlo. Pero no sé cómo me veo metido en esas conversaciones que condenan.
Es como si al hablarlo con otros me sintiera mucho mejor. Necesito que me escuchen y colaboren en mi labor denigratoria. Alguien sale perdiendo. Pero no importa. Me siento mejor, más valioso.
[1] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios