En sí misma, la enfermedad es un mal. “La enfermedad a veces es tan profunda en nosotros que se instala a la vez como una extranjera y como una fuerza victoriosa“, dijo san Juan Pablo II.

Este mal nos parece particularmente absurdo e intolerable cuando golpea a un niño. Daríamos cualquier cosa para tomar su enfermedad, para sufrir en su lugar, pero seguimos siendo espectadores indefensos, a menudo devorados por la angustia, la revuelta o la culpa.

Sin embargo, la enfermedad no es un mal absoluto. Así como la salud no es un bien absoluto.

La enfermedad: ¿un castigo divino?

“La salud, escribía san Basilio de Cesarea, como no hace buenos a aquellos que la tienen, no forma parte de las cosas buenas por naturaleza”. 

Lo que hacía decir otro Padre de la Iglesia, san Gregorio de Nacianceno: “No admiremos ningún tipo de salud, y no abominemos ninguna enfermedad”. 

En otras palabras, todo depende del uso que hacemos de la salud o la enfermedad. Más profundamente, todo depende de la manera como miras la enfermedad, de la perspectiva en la que te coloques.

La enfermedad no es una maldición. Aunque es una consecuencia de la caída original, no es un castigo personal enviado por Dios. 

Recordemos la pregunta de los discípulos sobre el ciego: “¿Rabino, quién pecó, él o sus padres, para nacer ciego?”. Jesús respondió: “Ni él ni sus padres han pecado” (Jn 9: 1-2). 

Jesús nos dice lo mismo cada vez que, ante una enfermedad, nos preguntamos: “¿Qué he hecho para merecer esto?”. También nos lo dice cuando frente a la desgracia de otros, pensamos: “Está bien hecho para él, él es castigado”.

“Cuando me siento débil, es cuando soy mas fuerte”

Jesús también ha sufrido y sufre con nosotros. La enfermedad se convierte en una oportunidad para acercarse a Dios, para entrar más profundamente en el misterio de su amor. 

Desde luego, esto es fácil de decir. Es infinitamente más difícil de vivir, tanto para el enfermo como para sus parientes cercanos. 

Pero es posible. Porque Dios lo hace posible, incluso para niños muy pequeños, e incluso cuando el dolor es tan intenso o la fatiga tan pesada que uno no es capaz de hacer nada, excepto sufrir.

Dios no nos pide otro esfuerzo que decir “sí” a lo que adviene, minuto a minuto, sin lamentar el pasado, sin aprehender el futuro. Un “sí” basado en la fuerza de Cristo: “Cuando me siento débil, es cuando soy mas fuerte” (2 Cor 12:10). 

Ante la enfermedad, especialmente si es grave, le rogamos a Dios que realice un milagro. Y Dios, más de una vez, parece sordo. ¿Pero es Él que no nos escucha o nosotros que no sabemos escucharlo? A pesar de las apariencias, ¿Él quiere darnos lo mejor?

Por Christine Ponsard