Hoy Jesús me invita a seguir sus pasos, a llevar su cruz, mi cruz:
«Y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará».
Quiere Jesús que entregue la vida, no que me la guarde. Quiere que cargue con la cruz para ser digno. ¿Digno de qué? Del nombre de cristiano. Le pertenece a Él aquel que está dispuesto a caminar bajo el peso de la cruz.
¿Qué cruz llevo sobre mis hombros y me gustaría dejar a un lado?
Pienso en esa cruz de mi vida o en la situación que vivo en estos momentos en los que no puedo hacer lo que quiero, salir del confinamiento, realizar mis planes y proyectos. Esa cruz de aceptar la vida en su totalidad, lo bueno y lo malo.
Elegir todo lo que ahora vivo, aunque sea algo que no deseo ni esperaba. La cruz es el camino que me salva. Es la única forma de vivir, cargando con la cruz de cada día.
Un poco más difícil…
Y algo más. Es necesario que entregue mi vida. Pero resulta que a mí me cuesta dar la vida. Prefiero conservarla en mi poder por si luego me hace falta.
Tiendo a guardar mi tiempo, mis posesiones, mis amores, mis decisiones. No quiero perder nada ni a nadie, porque no quiero quedarme solo.
Jesús me invita hoy a seguirle por esos caminos difíciles que me cuestan. Caminos que exigen que entregue a cada paso mi vida, que hacen peligrar todas esas seguridades que busco con afán.
Querer morir
Jesús es claro hoy en sus palabras. No puedo vivir escondiendo mi vida, no queriendo morir. La muerte siempre llega.
Pero querer morir es un paso más. Es perderle el miedo a que muera lo que ahora parece asegurar mis pasos. Tengo muy claro que morir duele y mi alma se resiste a lo que no desea. Hoy escucho:
«Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él. Porque quien ha muerto, ha muerto al pecado de una vez para siempre; y quien vive, vive para Dios».
Morir con Cristo es más grande que morir solo, sin amor, sin Él, sin dar la vida.
Quiero morir al pecado, al odio, a la envidia, a los celos, al egoísmo, a las críticas, a los juicios, a las venganzas, a las iras. Morir a todo lo que no es de Dios porque no alegra mi alma. Morir a matar. Morir a no amar.
¡Cómo cuesta!
Me parece un camino atrayente, pero difícil. La muerte escuece, incomoda y duele. El corazón de golpe se rebela contra esa muerte que parece contraria a la vida a la que me aferro con todas mis fuerzas.
Sueño con la resurrección que me promete una vida duradera, estable y eterna. Mi corazón se alegra al pensar en ella porque me habla de una plenitud que la vida de este tiempo no me garantiza.
Veo entonces que merece la pena morir para vivir más, con más alegría, con más plenitud y para siempre.
Pero yo me quedo en la primera parte, en el primer paso y no deseo el dolor que me lleva a la vida, esa terrible muerte que me lleva al cielo.
Me resisto a una vida plena pero futura y me acostumbro a vivir en la mediocridad de mi día a día. Ese instante que me permite retener como un náufrago la tabla que me sostiene sobre las aguas.
Entiendo que Jesús tiene que abrirme los ojos para entender lo que no me parece tan lógico. Una vida en Dios aquí en la tierra labrando el camino hacia el cielo. El otro día leía:
«En Cristo podemos aprender a vivir una vida tan humana, tan verdadera, tan hasta el fondo, que, a pesar de nuestros errores y mediocridad, nos puede llevar hacia Dios. Nos creemos que la vida es algo que se nos debe. Nos sentimos propietarios de nosotros mismos. Pensamos que la manera más acertada de vivir es organizarlo todo en función de nosotros mismos. Yo soy lo único importante. ¿Qué importan los demás?»[1].
Todo cambia
Vivir siguiendo a Jesús es vivir para los hombres, es vivir abierto a la vida verdadera. Sólo cuando aprendo a vivir descentrado, las cosas cambian realmente a mi alrededor.
El otro se convierte en alguien importante y me pongo en su lugar. Dejo de lado mis prejuicios y ataduras. Abro mi alma al que está cerca, muriendo así a mis pretensiones, a mis deseos, a mis planes.
Pienso en lo que el otro necesita de mí, en lo que le falta. Me gusta esa forma de mirar la vida, esa forma de pensar y de amar. Vivir muriendo es un salto a la vida.
Muriendo a mi amor propio, a mis deseos egoístas, a mis pretensiones tan centradas en mí mismo. Cambio la mirada para que mi alma se ensanche.
[1] José Antonio Pagola, Arturo Asensio Moruno, El camino abierto por Jesús. Juan