Sé que no es fácil vivir lo que indica el título de este artículo. Es más, realmente es un regalo de la Gracia del Señor poder hacerlo. Y bendito sea Dios porque es así.

Si sólo tuviéramos que contar con nuestras fuerzas no sé dónde acabaríamos, como con todo lo que vivimos en nuestra vida cristiana.

Pero el Señor, nuestro Señor, nuestro Dios, es un Dios Misericordioso. Y esto es importante recordárnoslo una y otra vez a lo largo de nuestra vida. Cada instante de ella, cada segundo. Y en especial en los momentos más difíciles, como es el momento de la pérdida de un ser querido. O una pérdida de cualquier tipo: amorosa, laboral, enfermedad, una amistad… en todos ellos debemos vivir el proceso del duelo. 

Así que comencemos recolocando nuestro corazón en Aquel que nos ama con locura, que está siempre con nosotros, que nos acompaña en cada momento, feliz o doloroso. Volvamos a recordar (re-cordar: volver a pasar por el corazón) la certeza de que nuestro Dios es Dios Misericordioso. Que Él es Amor, bondad, ternura, suavidad, gozo, compañía, sostén, consejo… y fiel, profundamente fiel. Y que en esta fidelidad de Dios podemos descansar, pues Él nos ha prometido que la prueba nunca superará a la Gracia que nos da para vivirla (cfr. Marcos 12, 27). Y fijaos qué preciosidad nos ha prometido:

«Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman»