Cada 15 de junio aparecen diversas campañas sobre la importancia de valorar más a nuestros ancianos. Y es que como cada año desde el 2012 por resolución de la ONU, es el día mundial contra el abuso y maltrato en la vejez.

En varios países se realizan campañas contra el maltrato a los ancianos y hay varias organizaciones preocupadas por este tema, que afecta a millones de seres humanos que merecen la atención de la comunidad internacional y de cada uno de nosotros.

La violencia contra los ancianos que toma diversas formas, en su mayoría invisibles para la sociedad, son un drama cotidiano del que es preciso tomar conciencia y ante el cual podemos hacer frente con un auténtico cambio de mentalidad. 

En recientes entrevistas la filósofa española Adela Cortina ha denunciado lo que está ocurriendo con las personas mayores en nuestras sociedades asustadas con la pandemia y marcadas por una mentalidad utilitarista que hace depender la dignidad humana de la productividad. Denuncia una especie de gerontofobia, donde los ancianos pasan a ser seres sin valor porque no son productivos: 

Hay determinadas corrientes bioéticas que tienen como decisiva la discriminación por razón de edad, cuando habría que tener en cuenta diferentes factores. Pero esta forma de proceder introduce esa terrible convicción de que hay vidas sin “valor social”. Una convicción que impregna también la vida cotidiana, cuando discriminar por razón de edad o de discapacidad es inmoral e inconstitucional”.

El Papa Francisco en diversas ocasiones ha advertido sobre la “cultura del descarte”, a propósito de una mentalidad extendida que tiende a valorar a las personas por su utilidad social, por su productividad, olvidando que toda persona tiene dignidad como ser humano, independientemente de su edad o situación.

Vivimos en una sociedad del rendimiento y la productividad, en la que un ser humano es lo que rinde, lo que produce. Cuando el valor de la propia vida depende del tipo de trabajo que se realiza, de la productividad, de la influencia y posición social, de la apariencia y la fuerza física, de la independencia económica, de la eficiencia profesional, y estas cosas comienzan a perderse por la edad, aparecen sentimientos de una gran frustración e impotencia, al tiempo que una desorientación general sobre el sentido de la vida y el sentimiento creciente de sentirse una «carga» o un «estorbo» para los demás. Pero esto se recrudece cuando los más jóvenes ven a los ancianos como cargas y estorbos, llegando a vivir con «normalidad» situaciones de auténtico maltrato y vulneración de los derechos de las personas ancianas.

Todos envejecemos y vivimos cada vez más años. La expectativa de vida ha aumentado considerablemente; además, las personas se mantienen sanas durante más tiempo y según estimaciones recientes, para el año 2050 más del 20% de la población mundial tendrá más de 60 años. Por otra parte, el envejecimiento se va haciendo cada vez más diferenciado, ya que podemos distinguir varias etapas dentro de la propia vejez. 

Por un lado, están los «ancianos jóvenes»recién jubilados, que todavía están muy sanos de cuerpo y mente, y pueden seguir muy activos después de los 60 y 65 años. Luego hay otros que ya sufren deterioros importantes de salud y otros que ya no se valen por sí mismos y necesitan atención permanente. Finalmente están aquellos que por padecer enfermedades que provocan trastornos de la personalidad -senilidad o Alzheimer-, tienen una dependencia absoluta para sus cuidados.

Una violencia invisible: ¿Gerontofobia?

La falta de valoración hacia los que se van haciendo mayores, y especialmente los más ancianos, naturaliza su olvido y consecuente maltrato. Se pierde la sensibilidad ante un dolor que pasa inadvertido, en el silencio de personas que no se quejan y demandan mejor atención y cuidado. 

El abuso y el maltrato de nuestros mayores no es algo que vemos solo en la calle o en centros de salud, sino que se da especialmente en el propio hogar, de la mano de hijos y nietos. Y las formas de abuso y maltrato van desde la apropiación indebida de sus ingresos, hasta la omisión de asistencia, desde el maltrato psicológico y físico, hasta el abandono total. 

Durante la pandemia las personas mayores no solo se volvieron la “población vulnerable”, sino también la descartable en los países donde los recursos sanitarios no eran suficientes, planteando un verdadero dilema ético al personal de salud.Esta crisis puso en evidencia la mentalidad que los abandona y el sufrimiento que padecen por verse a sí mismos de esa manera. Lo cierto es que el dominio de la lógica tecnoeconómica en todos los ámbitos de la vida y los valores que se imponen nos han dejado ciegos ante el tesoro que esconde la vejez.

En el mundo de hoy el modelo de realización personal parece ser un adolescente eternizado, y así la adultez y peor aún, la ancianidad parece una etapa a la que no se desea llegar y a la que no se quiere mirar. Y es que el contacto con personas mayores es siempre una silenciosa confrontación con nuestro propio envejecimiento y nuestros propios miedos.

 Quien rechaza su propio envejecimiento trasladará ese rechazo a las personas que ahora son ancianas, porque la vida del anciano es un espejo de un futuro posible y un envejecimiento inevitable de cada uno de nosotros.

Quienes logran ya en su juventud aceptar al anciano con todas sus limitaciones, de alguna manera valoran las virtudes propias de la ancianidad y ven en ella también sus valores y riquezas. El amor y el respeto, el cuidado y la generosidad para con los más débiles es una forma de abrazar la propia vulnerabilidad.

¿Y a los que les preocupa la rentabilidad? Todas las personas, sin importar su edad o condición, tienen la misma dignidad y eso ya debería ser suficiente para no desvalorizar a ningún ser humano. Pero a propósito de quienes se obsesionan con la rentabilidad de las personas, Adela Cortina precisa al respecto:

Las gentes de más edad cuentan con una experiencia y conocimiento muy valioso, porque todo en esta vida no es competencia digital. Pero, yendo aún más allá, quienes hacen posible la conciliación familiar de los jóvenes, en el trabajo y en la diversión, son los abuelos que se hacen cargo de los nietos; hay familias que salen adelante gracias a la jubilación del abuelo, el turismo se mantiene en buena medida gracias a los mayores y sin ellos quebraría la industria farmacéutica. Luego no sólo tienen dignidad, sabiduría y experiencia, sino que también son monetariamente rentables”.

Es cada vez más importante formar en las empresas a las personas que están cerca de su jubilación, para vivir plenamente la nueva etapa que se avecina. Y en esa tarea hay un bien social invalorable. Es necesario ayudar a las personas a valorarse por quienes son y no por lo que hacen, a descubrir el sentido de sus vidas en cada nueva etapa, a descubrir sus talentos para ponerlos al servicio de las nuevas generaciones, a aceptar sus límites y a vivirlos con alegría, a tener un corazón agradecido, a valorarse siempre.

Educar a los niños y jóvenes sobre el valor de la vejez despertará una nueva sensibilidad y un nuevo modo de ver la propia vida y la de los otros. Porque toda vida es limitada y frágil, por eso, una vida auténtica es una vida que sabe aceptar la realidad y mirar lo que no se puede eludir, es una vida que sabe asumir el límite de la propia finitud como la verdadera posibilidad de una existencia verdaderamente humana. Cada etapa de la vida tiene sus propias tareas, su propio encanto y belleza, así como sus peligros y límites. Y cuanto más comprendemos la vida de los otros en sus diversas etapas, más nos comprendemos también a nosotros mismos. Cuidar a nuestros mayores es cuidar nuestra humanidad.