
El hombre « muere », cuando pierde « la vida eterna ». (San Juan Pablo II, Salvifici doloris 14)
La humanidad y la Iglesia de hoy necesitamos aprender a convivir con los ancianos enfermos. Quizás es ésta una de las experiencias nuevas de humanidad más importantes que tiene que hacer la sociedad de hoy. Casi nadie nos habla de la necesidad de acercarnos a la larga agonía de nuestros propios ancianos que necesitan de nosotros para soportar la debilidad de sus cuerpos y la soledad de sus corazones en su lento camino hacia la muerte. Para ello hacen falta algunas actitudes que a continuación se describen brevemente:
1. Necesitamos aprender
El alargamiento de la vida ha cambiado las proporciones de la sociedad, está modificando el equilibrio entre los miembros de nuestras familias, y pone ante nosotros unas nuevas exigencias morales. Todo ello por la multiplicación de los ancianos. No contábamos con ellos y resulta que son casi una cuarta parte de nuestra sociedad. No contábamos con ellos y resulta que forman parte de nuestra familia. Hoy los ancianos enfermos, los ancianos terminales, son la exigencia moral más fuerte que tienen ante sí muchas familias. Tenemos necesidad de contar con ellos, hay que hacer sitio para el anciano enfermo incurable. Hacerle sitio materialmente en nuestras casas, en nuestras ciudades, pero sobre todo en nuestro cariño, en nuestra atención, en la distribución de nuestro tiempo y de toda nuestra vida.
2. Vivir en la verdad
La verdad de la vida de quienes vivimos con estos ancianos incurables consiste en ayudarles a caminar su peregrinación hacia la muerte. No puede ser verdadera, ni humana ni justa la vida de quien ignora la necesidad del anciano que tiene a su lado. Los ancianos son nuestro prójimo más necesitado de ayuda y de amor. Ellos necesitan absolutamente que otros vivamos con ellos su propia debilidad, que recorramos con ellos la peregrinación de sus últimos años.
3. Reconocer la dignidad del enfermo
La enfermedad no disminuye la dignidad, ni el valor, ni la grandeza de las personas. No son capaces de trabajar, ni de resolver ningún problema de la casa, no pueden siquiera mantener una conversación entretenida. Pero ellos siguen siendo hijos de Dios. También en ellos se cumple el plan de Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza». El anciano incurable, en su debilidad, es imagen de Dios.
4. Saber descubrir y recibir lo que ellos nos ofrecen
La enfermedad terminal es una fase de la vida en la que la temporalidad se adelgaza y cada vez queda más cercana la verdad de la muerte y las promesas de la vida eterna. Quien comparte las horas con un anciano terminal vive esa situación extrema en la que toda la vida es ya pasado, sin apenas ninguna perspectiva de futuro. El único futuro real y posible es el encuentro real con Dios y el don de la vida eterna.
5. Aceptar con gratitud el don de la vida, con su riqueza y sus limitaciones
El cuidado de un enfermo incurable nos acostumbra a tocar las limitaciones de la vida y la grandeza de los dones que hemos recibido. La verdad y la grandeza de nuestra vida consiste en vivirla con amor en sus verdaderas dimensiones como don que se recibe de Dios que se ofrece a los demás, y que se devuelve a Dios cuando El y como El dispone.
6. El amor desinteresado y efectivo
Amar y servir a los enfermos irrecuperables es en muchos casos amar y servir a quien ya no está en disposición de estimar ni agradecer ni mucho menos devolver nuestros servicios. Por eso este servicio tiene la dificultad y la grandeza del amor generoso y desinteresado. Desde el punto de vista humano esta experiencia no tiene precio. Se puede llegar a vivir una verdadera maternidad o paternidad ejercida espiritualmente sobre los propios padres. Ellos nos dieron la vida, ahora podemos sostener la suya en situaciones más dolorosas y más necesitadas.
7. Mantener viva la esperanza
La atención a un anciano irrecuperable es una dura prueba para la esperanza. Los cuidadores saben que aunque ganen algunas batallas, la guerra la tienen perdida. El anciano no curará. Y sin embargo hay que mantener vivas las motivaciones del duro trabajo y de las exigentes renuncias de cada día. Aunque el enfermo no se dé cuenta ahora de los cuidados que recibe, aunque los días y los meses se alarguen indefinidamente, el amor hace que se pueda mantener con ellos una comunicación suficiente para ver en sus ojos la alegría y la paz de verse queridos, acompañados, atendidos en sus necesidades.
8. Afrontar las dificultades con fortaleza
El acompañamiento de un enfermo incurable es una larga peregrinación por el desierto, por un desierto cada vez más silencioso y más deshabitado. El cansancio, la frustración, el abandono son tentaciones frecuentes entre los cuidadores. Por eso mismo es tan importante mantener vivas las razones para la esperanza. Donde hay esperanza hay fortaleza y constancia.
9. Cultivar la magnanimidad
Esta hermosa virtud se refiere sobre todo a la capacidad de superar las pequeñas dificultades domésticas que se producen inevitablemente por la fuerte presión que el enfermo ejerce sobre las personas que están en su entorno. Quienes viven al servicio del enfermo sienten su influencia en todas las cosas, se cambian las horas del sueño, hay que acomodar las entradas y salidas, no se sabe lo que se va a poder hacer al día siguiente, se vive con el agobio de hacer o no hacer las cosas bien. Para que todas estas pequeñas presiones no destruyan la tranquilidad del entorno, para que no se altere la convivencia, para no perder la paz y la alegría hacen falta corazones magnánimos y a veces nervios de acero.
10. Aprovechar la ocasión de crecimiento espiritual y humano
La convivencia con el enfermo ayuda a entrar en un estilo de vida comprensivo, generoso, que nos ayuda a acoger con benevolencia y con compasión las limitaciones y los defectos de los demás. Digamos que vivir con un enfermo incurable es a la vez una escuela de duro realismo y por eso mismo una escuela también de piedad y de compasión.
11. Maduración de la familia
Cuando la familia está edificada sobre un amor verdadero que sabe dar sin recibir, que no juzga a los demás, que perdona y comprende, el enfermo es un acelerador y multiplicador de este amor. Cada uno tiene que dar lo que pueda en una verdadera concurrencia de afectos y de buenas disposiciones, cada uno cuida de mitigar los sufrimientos y el cansancio de los demás, se atiende al enfermo y se atiende a la vez al cansancio y al sufrimiento y a los sacrificios de quienes están con él en un verdadero concurso de generosidad y de afecto. Al final de la enfermedad, la familia tiene que estar más segura de sí misma, más convencida de que el amor verdadero es su cimiento indestructible.
12. Madurez y humanización de la sociedad
Una sociedad que quiere vivir de acuerdo con las inspiraciones humanistas del cristianismo, tiene que ser una sociedad que quiere proporcionar un clima verdaderamente humano a sus ancianos hasta el umbral de la muerte y para eso dedica investigación, puestos de trabajo, ayudas familiares, recursos económicos, todo un sistema de atenciones y cuidados para humanizar esta difícil etapa de la vida humana que nosotros mismos hemos contribuido a crear y que se llama vejez y que puede llegar a ser larga e irrecuperable.
Los abuelos son un tesoro. La Carta a los hebreos… nos dice: ‘Acuérdense de sus mayores, que les han predicado, aquellos que les han predicado la Palabra de Dios. Y considerando su fin, imiten su fe’. La memoria de nuestros antepasados nos lleva a la imitación de la fe. Verdaderamente la vejez tantas veces es un poco fea, por las enfermedades que trae y todo esto, pero la sabiduría que tienen nuestros abuelos es la herencia que nosotros debemos recibir. Un pueblo que no custodia a los abuelos, un pueblo que no respeta a los abuelos, no tiene futuro, porque no tiene memoria, ha perdido la memoria” (Papa Francisco)
Jorge Mario del Cid
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Apostolado de Cuidados Paliativos / HNGT
Guatemala