Divorciada y madre de tres hijos mayores, Béatrice vuelve a tener pareja en la actualidad. Hace poco ha publicado en Facebook un magnífico testimonio de su situación vital y su camino interior que la ha llevado a comulgar con el Corazón en vez de con el Cuerpo

¡Cuánto sufrimiento, cuánta soledad, desconcierto y falta de información entre mis hermanas y hermanos en Cristo afectados por una separación o un divorcio!

Recientemente, durante un encuentro organizado por el obispo de la diócesis de Annecy, Francia, di testimonio de mi camino personal en un pequeño grupo de conversación y varios separados/divorciados me dijeron que encontraron en consuelo mi relato y me animaron a compartirlo para ayudar a otras personas a volver a levantarse.

Estoy divorciada. Justo después de mi divorcio, aunque era practicante, me di cuenta de que ya no sabía cómo debía posicionarme en relación a mi fe y a la Iglesia.

Por eso, sencillamente, fui a ver al cura de mi parroquia para preguntarle si todavía tenía derecho a enseñar el catecismo a los niños.

Tuve la suerte de tener en mi camino pastores verdaderamente buenos que supieron, todos, mostrarme que, a pesar de este trance, tenía un lugar en la Iglesia.

Por entonces, mi cura me respondió: “No solo sigues teniendo derecho, sino que te digo que tienes el deber de hacerlo, ¡así que continúa!”.

Más fácil decirlo que hacerlo, porque ahora vivía sola con mis tres hijos. Mientras seguí fiel a mi sacramento de matrimonio, no recibí el impacto de las privaciones de los sacramentos. 

Algunos años más tarde, tuve la suerte de poder rehacer mi vida. Un nuevo desbarajuste interior para mí. Sabía que al tomar la decisión de vivir ese nuevo amor, perdería aquello que era tan preciado a mis ojos: compartir el ágape eucarístico.

El cura de mi parroquia acababa de jubilarse y no me sentía capaz de hablar con el sacerdote tan joven que había venido a reemplazarle.

Así que en vez de quedarme llorando sentada en mi sitio durante la Eucaristía, mi reflejo fue el de irme de la iglesia. Y así estuve varios meses.

“Como ya no puedes comulgar con el Cuerpo, entonces comulga con el Corazón”

Afortunadamente, una de mis amigas me propuso acompañarla a un retiro en Paray-le-Monial. Allí tuve la suerte de conocer a un sacerdote que me había acompañado durante las horas oscuras del final de mi primera relación. A él le confesé mi sufrimiento y no imaginaba ni de lejos su reacción.

No me juzgó, al contrario, estaba lleno de compasión e incluso me habló con tono divertido: “Béatrice, es muy conmovedor esto que me cuentas, pero ¿no ves hasta qué punto lloras en vano?”. No comprendía lo que me intentaba decir.

Siguió hablando: “¿Cuántas almas en esta tierra son capaces de llorar porque se les niega la comunión? ¡Muy pocas en realidad! Jesús te ama y está profundamente conmovido de ver hasta qué punto sufres por tu amor hacia Él.

La Iglesia necesita almas como la tuya, que nos permitan tomar consciencia del misterio de la Eucaristía, así que espero que regreses a misa para rezar en comunión con todos nosotros y, puesto que ya no puedes comulgar con el Cuerpo, entonces vas a comulgar con el Corazón”.

No entendía qué esperaba de mí, así que me dijo: “Muy sencillo: en el momento de la Eucaristía, vas a confiar tu sufrimiento a Jesús y pedirle una gracia para alguien que sufra física o interiormente. Con esta comunión con el Corazón de Jesús, el amor que tienes por Él va a permitirte aliviar a otras almas en sufrimiento”.

Desde aquel día, volví a la iglesia con la voluntad de cumplir esta tarea porque no solamente me había confirmado que tenía mi lugar en ella, sino que además era útil en el cuerpo místico de Cristo.

En realidad, me había pedido plantear otro acto que mi ego se había negado a hacer durante mucho tiempo: debía levantarme hacia el sacerdote, con los brazos en cruz, para recibir su bendición.

Considerándome ya bastante humillada, hice lo que llamé “mi revolución silenciosa”. Permanecí de pie durante todo el tiempo de la Eucaristía para que todos vieran que la Iglesia me privaba de la comunión mientras yo estaba allí cada domingo por amor a Jesús. ¡Cuánta arrogancia!

Terminé por ir a reunirme con el joven sacerdote, el padre Dieudonné Nsengimana, sacerdote de mi parroquia, y le conté mi historia. Él no conocía esta manera de comulgar, pero siempre me acompañó y respetó mis elecciones.

Hace dos años, me contrataron como adjunta en la pastoral de una agrupación escolar. En la entrevista, precisé bien que no podía comulgar por motivo de mi situación.

Me respondieron que eso no tenía importancia, porque no se celebraba nunca la Eucaristía durante las misas propuestas a los jóvenes porque muy pocos habían hecho la comunión.

Sin embargo, varios estudiantes pidieron, con derecho, hacer la primera comunión. Los primeros meses de mi formación, no tuve que hablar de esta cuestión con los jóvenes, hasta que me encontré sola frente a ellos.

Una corriente de pánico se apoderó de mí. No sabía cómo hablarles de este sacramento y cómo ser creíble cuando yo había “perdido los derechos” sobre él.

Una fuerza inimaginable por la bendición

Durante una tarde con la fraternidad Eucharistein, en Saint-Jeoire, pedí consejo al padre Nicolas Buttet. Una vez más, demostró una maravillosa inteligencia y un gran consuelo.

Me recordó que la comunión es, primero, un canal para que Jesús pueda derramar sus gracias. Pero, afortunadamente, la Eucaristía no es el único modo y comulgar con el Corazón de Cristo es otra vía.

Según él, debía explicar con naturalidad a los jóvenes que, aunque ya no recibo la comunión del Cuerpo, Cristo vierte su amor y sus gracias sobre mí y que si yo estaba cómoda y feliz así, entonces los jóvenes estarían tranquilos con respecto a mi situación.

Pero para eso, me pidió que buscara la bendición del sacerdote delante de todo el mundo para que la alegría se leyera en mi cara.

Fácil de decir, pero ciertamente no de hacer. Felizmente, pude hablar de ello con el padre Nsengimana antes de lanzarme. Él sabía del sufrimiento adicional que aquello representaba para mí.

Percibí en su primera bendición una fuerza inimaginable que me permitió volver cada domingo y, progresivamente, poder de verdad estar en la dicha de comulgar de esta forma.

Desde entonces, comprendí que Jesús espera de nosotros que colaboremos, laicos divorciados y sacerdotes, para que abunde la gracia.

Es necesario que los laicos puedan dirigirse al sacerdote con confianza y sentir su apoyo y su acogida. Es necesario también que el sacerdote dé su bendición no viendo a la persona divorciada como “un pobre pecador”, sino como una bendición para permitir difundir la gracia de Dios.

Jesús transforma nuestra debilidad en gracia para toda la Iglesia

Si cada sacerdote pudiera comprender que cada divorciado/a que avanza hacia el altar, brazos en cruz, debe dirigir un acto de amor supremo hacia Jesús para atreverse a levantarse ante todos los feligreses, entonces sabría que, con su bendición, Jesús transforma nuestra debilidad en gracia para toda la Iglesia.

Se hace urgente, incluso necesario, que todo sacerdote comprenda y explique a sus parroquianos, y a los divorciados que conozca, esta manera de comulgar con el Corazón de Cristo. Para que todos sepan que un cristiano divorciado es tan actor de la gracia como los demás fieles.

Por eso invito a todos y cada uno de los que tengan un amigo o amiga que sufra en una situación similar, a causa de una separación o un divorcio, a que le transmitan este testimonio, así como a todos los sacerdotes para que comprendan el auténtico sentido de este acto y que, juntos, permitamos a nuestra Iglesia avanzar en este doloroso asunto.

Béatrice ANTHONIOZ, feligresa de la iglesia de Saint Jean-Baptiste en Chablais (Francia, departamento 74) agradece a los padres Bernard DURET, Dieudonné NSENGIMANA, Michel BAUD, Celse NIYITEGEKA, Nicolas BUTTET y Pierre LAFARGUE por su acompañamiento.