¿Quién nos ha puesto en la cabeza esa extraña idea según la cual debe pasar algo cada vez que oramos? Desde la infancia, nos pusieron en un camino errado, cuando adultos bien intencionados nos preguntaban periódicamente: “¿Dijiste tu oración?”.

Como si la oración fuera algo que hacer. 

Hay mucho más que decir sobre este auxiliar “hacer”, que disminuye y menosprecia todo lo que toca (hacer el amor, hacer hijos, hacer caridad, hacer su comunión). 

En ausencia del verbo “hacer”, otros están asociados con cierta imagen o cierto ideal de oración: sentir, decir, oír, comprender “cosas”. Ahora bien, en la realidad, estas “cosas” son raras.

“Ser”, el verdadero verbo para hablar de oración

La oración es normalmente austera. En cualquier caso ella no cumple todas sus promesas. De ahí nuestra decepción. La tentación es acusar a Dios, porque si nos ama debería responder a nuestras expectativas. O bien acusarnos a nosotros mismos, porque si amamos a Dios, deberíamos ser capaces de encontrarnos con Él. 

Si la comunicación pasa mal, de un lado o del otro, ¿no sería mejor finalmente abandonar? Así es como con demasiada frecuencia, después de algunos intentos, abandonamos el terreno de la oración y la lucha cesa, por falta de combatientes.

Te diré el verdadero verbo que debes usar cuando hables de oración. Es el verbo “ser”. Orar es ser, estar con. Esto es lo que está en juego en la oración. 

San Agustín lo había entendido bien, él que hacia esta pregunta al Señor, a la vez triste y divertida: “Dios mío, Tú que estás en todas partes, ¿cómo es que no puedo encontrarte en ningún lado?”.

“Estoy contigo todos los días hasta el fin del mundo”

El problema no es la ausencia de Cristo, o su alejamiento de la historia del hombre, decía san Juan Pablo II: 

“Solo existe un problema que siempre y en todas partes existe: el problema de nuestra presencia al lado de Cristo“.

¿De qué sirve insistir en efecto sobre la presencia real de Cristo (en la Eucaristía, pero también en los otros sacramentos, en su Iglesia, en el amor fraternal, al servicio de los pobres) si no estamos nosotros mismos presentes?

Cuando Jesús envía a sus apóstoles para llevar las Buenas Nuevas a todas las naciones y a todas las generaciones, él afirma con fuerza: 

“Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).

Pero para estar con él, debemos ser al menos dos. Este es el fundamento mismo de la fe como experiencia, la fe viva, la fe vivida: estar con Él, que ha querido estar con nosotros.

Buscar a Dios, no las sensaciones

Esto no queda sin consecuencias. Esto nos obliga a situar adecuadamente el lugar y el significado de la oración en la vida del cristiano. Orar no es una meta sino un medio. El objetivo es la vida con Cristo.

Poder decir con el apóstol Pablo: “Para mí la vida es Cristo” (Filipenses 1:21); “Todo lo que hagas: come, bebe, hagas lo que hagas, hazlo para la gloria de Dios” (1 Corintios 10:31). 

Sin embargo: para estar con el Señor todo el tiempo, debemos estar solos de vez en cuando, dejar todo por Él, para que Él esté en el corazón de todo.

El valor de nuestra oración no se mide por la cantidad de grandes ideas o sensaciones maravillosas que encontraremos, sino por el hecho de que, en este lugar del mundo donde estamos, en este momento de nuestra vida donde nos encontramos, nos atrevemos a exponernos al encuentro con Dios. Un encuentro de ser a ser. La Biblia dice “cara a cara”. Los escritores espirituales dicen “corazón a corazón”. 

¿Lo importante? Que Él pueda encontrarnos. Entonces tendremos la suerte de encontrarlo también.

Por el padre Alain Bandelier