“En el servicio a los enfermos, mientras las manos realizan su tarea, estén atentos: los ojos a que no falte nada, los oídos a escuchar, la lengua a animar, la mente a entender, el corazón a amar y el espíritu a orar” San Camilo de Lelis, Siglo XVI.
Los enfermos nos llevan hasta la puerta del Cielo. Si ellos caminan hacia Dios y nosotros les acompañamos con cariño, podemos llegar con ellos, por la fe y el amor, hasta las proximidades del misterio, hasta el umbral de la vida eterna, hasta el secreto misterioso de Dios.
De hecho la atención amorosa a un enfermo, principalmente si es un enfermo en fase terminal, es un ejercicio continuo de fe en la esperanza y la cercanía de la vida eterna.
La verdad y la grandeza de nuestra vida consiste en vivirla con amor en sus verdaderas dimensiones como don que se recibe de Dios que se ofrece a los demás, y que se devuelve a Dios cuando Él y como Él dispone.
El Papa Francisco en su Mensaje para la Jornada Mundial del Enfermo 2016, nos recuerda que la fe no cura la enfermedad sino que ofrece una clave para descubrir el sentido más profundo de ésta. La enfermedad, sobre todo cuando es grave, pone siempre en crisis la existencia humana y nos plantea grandes interrogantes. En esta situación, la fe en Dios se pone a prueba, pero al mismo tiempo revela toda su fuerza positiva. No porque la fe haga desaparecer la enfermedad, el dolor o los interrogantes que plantea, sino porque nos ofrece una clave con la que podemos descubrir el sentido más profundo de lo que estamos viviendo; una clave que nos ayuda a ver cómo la enfermedad puede ser la vía que nos lleva a una cercanía más estrecha con Jesús, que camina a nuestro lado cargado con la cruz.
El acompañamiento de un enfermo es una larga peregrinación por el desierto, por un desierto cada vez más silencioso y más deshabitado. El cansancio, la frustración, el abandono son tentaciones frecuentes entre los cuidadores. Por eso mismo es tan importante mantener vivas las razones para la esperanza. Donde hay esperanza, hay fortaleza y constancia. Quien se hace cargo de la vida de un enfermo sabe que lleva a cuestas la cruz del Señor. A todos nos lleva a cuestas Nuestro Señor en el peso y en la injusticia de su cruz. Cargar con el peso de uno de los enfermos es ayudar al Señor a llevar sobre los hombros el peso del mundo.
El enfermo encierra en su misma situación una dinámica de humanización y de evangelización inmensa. ¡Hay que dejarse evangelizar y humanizar por los enfermos! Dejémonos evangelizar por esa fuerza y energía evangelizadora del enfermo que puede resumirse en los siguientes puntos:
1. Testimonio de la limitación existencial
El enfermo plantea al “sano” el drama fundamental de la existencia humana: la limitación, la debilidad y la apertura a la nada / desaparición / destrucción. El encuentro con la realidad del enfermo ayuda a enfrentarse consigo mismo, en la soledad radical de la existencia, sin el truco de escondernos en los otros para no enfrentarnos con nosotros mismos. El enfermo es el testigo de que uno es intransferiblemente uno mismo y que hay que asumir la indeclinable soledad de ser “yo” y de tener que afrontar solo las realidades más decisivas de la existencia; el hombre, en última instancia, siempre se muere solo.
2. Testimonio de lo que es relativo y de lo que verdaderamente importa
El enfermo pone ante los sanos cada cosa en su sitio. Lo importante, como importante; lo relativo como secundario. La enfermedad y la muerte dan razón a la propuesta evangélica: “Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura” (Mateo 6, 33), o “pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?” (Mateo 16, 26).
El enfermo supone la inversión de la escala de los valores, colocando cada cosa en su verdadera perspectiva. La dignidad del hombre reside en lo que puede llegar a “ser”. Ésta es la “tarea” fundamental del hombre sano y del enfermo. Es precisamente en la enfermedad donde se barre la hojarasca, cuando aparece con más claridad el quehacer de la existencia: alumbrarse como persona.
3. Testimonio de la responsabilidad de la salud
Enfrentarse con el enfermo es una llamada a la vigilancia, a trabajar sin descanso en la construcción de la vida mientras hay tiempo. La enfermedad ayuda a estimar la vida, a desarrollar sus talentos, a disfrutarla al tope. “¡Estad en vela!” (Mt 25, 13). Empuja a desarrollar la vida como ella es y cómo la misma vida pide: en la gratuidad. El valor de la vida personal está más allá del fruto que pueda producir o de la utilidad que se pueda sacar.
El enfermo nos llama a vivir desesperadamente, pero entregados a la gratuidad de la existencia: a vivir la vida como “don” y a realizarla como “donación”.
4. El enfermo es el necesitado
La persona enferma es, ante los demás seres o la comunidad cristiana, el “mas” necesitado y, por lo tanto, el primero al que tiene que atender la praxis del amor. Por eso, en la misma realidad del enfermo se encuentra el eco del evangelio que:
✧ Llama a tener sensibilidad ante la necesidad del otro
El enfermo apela a la “misericordia”, a la conmoción del corazón ante la miseria del otro. “Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella” (Mt 9, 36); “Id, pues, a aprender qué significa aquello de «Misericordia quiero, que no sacrificio» (Mateo 9, 13). Gracias al enfermo podemos educarnos en la disposición para captar la necesidad de los demás, conmovernos ante ellos y entrar en una relación de “compasión”; de hacerse compañero del enfermo para llevar junto con él el padecimiento que le oprime.
✧ Llama a la solidaridad humana
La sensibilidad ante el enfermo lleva a solidarizarse con él, da la oportunidad y la posibilidad de “ser prójimo”. Ante la pregunta que tantas veces se hacen los sanos: ¿quién es “mi prójimo”? el enfermo responde: “el prójimo eres tú para mí si me atiendes” (Lucas 10, 25-37) (El buen samaritano). El prójimo es el que cumple el mandamiento del amor. Es el mismo enfermo el que nos descubre y nos da la oportunidad de “ser prójimo”. Porque la actitud humana y cristiana ante el enfermo es pararse, atender, cuidar, no el pasar de largo.
✧ Llama al ejercicio del amor desinteresado
Atender al enfermo, como él lo pide, es el ejercicio del amor olvidado de sí; el enfermo nos da la oportunidad de entregarse sin esperar nada a cambio; a veces, el final de la entrega al enfermo es la desaparición por la muerte del mismo objeto del amor. San Juan Pablo II nos recuerda con justeza: “el mundo del sufrimiento humano invoca sin pausa otro mundo: el del amor humano… desinteresado” (Salvifici Doloris 29).
El hombre «muere», cuando pierde «la vida eterna». Lo contrario de la salvación no es, pues, solamente el sufrimiento temporal, cualquier sufrimiento, sino el sufrimiento definitivo: la pérdida de la vida eterna, el ser rechazados por Dios, la condenación. (Salvifis doloris, 14)
Jorge Mario del Cid
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Apostolado de Cuidados Paliativos
Guatemala