Desde niños conocemos todos sin excepción esa imagen de una ballena inmensa devorando al profeta Jonás, castigado por Dios por desobedecer sus órdenes. Según este relato, que encuentra paralelismos también en Grecia, Egipto y en India, Jonás permaneció tres días y tres noches en el vientre de esta supuesta ballena que, curiosamente, ¡la Biblia solamente designa como un simple “gran pez”! En meditación, Jonás rezará y recitará allí un magnífico salmo de inspiración divina antes de reaparecer.
Más allá de la etimología y de lo que la Biblia deseara designar realmente, no cambia el hecho de que dicho animal, ballena o gran pez, se considerara un objeto de cólera divina y símbolo de un examen de consciencia de lo más íntimo para Jonás. Prefigurando con esta escena la Pasión de Cristo y su Resurrección tres días después, esos tres días de Jonás representan, en efecto, una muerte y un renacer espiritual, una apertura a la Palabra que no había sabido recibir hasta la llegada de esta prueba.
Los albores del cristianismo bajo el signo del pez
Aunque el Antiguo Testamento no hace apenas referencia a los peces más allá del episodio relatado, el cristianismo naciente sí se sumergiría en una marea de peces al convertirse este animal en uno de sus símbolos más potentes, mucho antes de la Cruz. Tenemos que remontarnos al griego antiguo para comprender esta omnipresencia del pez.
La palabra ‘Ichtus’ o ‘Ichtys’ (ἰχθύς), que significa ‘pez’ en griego, oculta en cada una de sus letras la traducción cristológica siguiente: “Iēsous Christos Theou Yios Sōtēr”, es decir, “Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador”. De ahí la importancia de este símbolo.
En la práctica, su representación asumiría rápidamente la forma de dos curvas encontrándose y se convertiría en un signo de adhesión de los cristianos; un símbolo, además, discreto, que podía dejarse en grafiti sin llamar la atención y que apuntaba con la dirección de la cabeza para indicar discretamente el camino de un lugar de culto oculto. Los primeros cristianos se designarían, de hecho, como “hijos del Ichtus celeste”.
Signo de Cristo y del bautismo
De ahí a Roma y luego en toda la cristiandad, el símbolo estallará como una llamarada de pólvora y el “Pez-Cristo” será objeto de veneración, incluso con soberanos pontífices como Clemente de Alejandría, que fomentaría su representación en sellos, joyas y otros efectos personales. Este será el comienzo de una rica colección de gemas, amuletos, piedras preciosas, sellos grabados, etc., con las cinco letras acompañadas del pez.
La literatura cristiana de los primeros siglos se haría eco de este fervor. Tertuliano, Orígenes, san Agustín y muchos otros abundarían en esta poderosa representación, sinónimo de “fuente inmortal del agua divina”, de pureza y de nutrimento. Tertuliano subraya el paralelismo entre el pez y el agua bautismal:
“Nosotros, pequeños peces como nuestro Pez Cristo Jesús, nacemos en el agua y nos salvamos permaneciendo en el agua”.
El pez también fue comparado con el pan eucarístico por san Agustín y figura incluso en representaciones eucarísticas como la del Museo del Vaticano. El episodio famoso de la multiplicación de los cinco panes y dos peces narrado en los Evangelios está ahí para recordar esta fuerza del don sin límites que anticipa el sacrificio crístico.
Además, Jesús comió pescado asado con sus discípulos después de su Resurrección para mostrarles la veracidad de las Escrituras en plena época de dudas y temores. Y, aunque la Cruz sustituiría progresivamente al pez para representar la fe de los cristianos, el animal acuático sigue estando muy presente en nuestras iglesias, en sus cuadros, mosaicos y otros soportes que recuerdan la riqueza de su historia.