Tomar en cuenta las alarmas de mi alma, de mi cuerpo, es el camino para servir mejor. No soy Dios
Hoy Jesús va rodeado de gente. Lo buscan, lo siguen, reclaman su atención: “En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: – Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”.
Sentado al borde del camino hay un ciego que pide clemencia. Jesús está en camino. Muchos lo buscan y exigen.
A menudo me quejo y digo que estoy cansado. Que la vida que llevo me exige mucho y no doy abasto. Que las cosas no son como yo quiero. Que vivo reaccionando sin tomar yo la iniciativa y el dominio sobre mi vida.
Corro el peligro de vivir cansado. Hay personas especialistas en mostrar su cansancio: “He tenido un día de locos”, comentan entre suspiros. Quizás uno de esos días en los que siento que no llego a nada. O no logro hacer bien todo lo que se me exige.
Veo que no estoy a la altura de lo esperado. Un día de locos. Un día cansado, exigido. Un día de esos en los que todo me pesa.
No me imagino a Jesús quejándose por la noche ante sus discípulos y mostrándoles cuánto trabaja por hacer el bien. No, Jesús no se queja.
Simplemente está rodeado de sus discípulos y bastante gente. Piden que los sane. Piden que les dé alguna palabra de esperanza. Tengo claro que el cansancio merma mis fuerzas. Me desanima, me quita esperanza.
Y sé muy bien que sólo si Dios actúa en mí mi cansancio merece la pena. “Si el Señor no edifica construye la casa, en vano se cansan los albañiles” (Sal 127,1).
Si Dios no actúa en mí con su poder y no hace fecundas mis obras, yo nada puedo. El cansancio sano que aturde mi cuerpo después de haberlo dado todo no es malo, es bueno.
Pero también veo que en ocasiones me canso porque no sé descansar, porque no desconecto y no hago caso a mis voces interiores que me piden que me detenga. Porque tal vez sea la única solución a problemas todavía sin respuesta.
Leía el otro día una reflexión acertada: “La auténtica sabiduría te da una única respuesta posible para cada situación. De momento lo que tienes que hacer es descansar y cuidarte hasta que des con una solución. Vuelve a meterte en la cama para que, cuando llegue la tempestad, tengas fuerzas para enfrentarte a ella. Y la tempestad llegará. Muy pronto. Pero esta noche no. Por tanto: Vuélvete a la cama”[1].
Cuando estoy cansado tengo que aprender a descansar. Y dejar de hacer todo lo que el mundo me exige. Para poder estar fuerte para darme. Para poder guardar fuerzas cuando lleguen momentos complicados.
El cansancio crónico me inhabilita para amar, para darme, para ser generoso. Desconectar y descansar es lo que necesito.
Tomar en cuenta las alarmas de mi alma, de mi cuerpo, es el camino para servir mejor. No soy Dios.
Sólo soy hombre que quiere llegar a todo. A veces en un afán enfermo por ser reconocido y valorado. No todo lo puedo hacer. No todo me corresponde.
Me abruma ese momento en la vida de Jesús. Sale de Jericó después de haber predicado, sanado, curado. Y sale rodeado de bastante gente. Abrumado por las exigencias y peticiones. Desbordado por el hombre que tiene una sed infinita.
Y en ese momento un ciego pide misericordia. Un ciego de nacimiento. Un hombre abandonado y rechazado. Un hombre miserable que no tiene a nadie a quien pedir misericordia.
Ve a Jesús y le grita: “Ten compasión de mí”. Grita a Jesús el compasivo, el misericordioso. A Jesús que es misericordia. ¿Cómo podía pasar de largo?
Yo con frecuencia tengo la tentación de pasar de largo cuando me requieren. Me gritan al borde del camino y yo tengo prisa, estoy cansado. Abrumado por la vida. O huyo del que más me exige. Del que requiere mi atención, mi cariño, mi tiempo.
Sigo de largo. Como aquel que pasa de largo en la parábola del buen samaritano. No hago caso del herido.
O me excuso diciendo que no llego a todo, que no puedo contentar a todos los que reclaman. Que no todos los heridos me corresponden. ¿Jesús hizo lo mismo?
No se quejó nunca, porque la queja no estaba en su corazón. Estaba tan unido a su Padre que vivía para ser Él mismo misericordia y compasión.
No tenía el tiempo medido. Su tiempo era la eternidad. No calculaba sus fuerzas. No medía su entrega.
Miro a Jesús intentando que hoy se me pegue algo de su misericordia, de su compasión. Me siento lejos de esa mirada compasiva.
Yo no veo al que está al borde del camino. Yo no escucho la voz del que grita. Y tampoco soy compasivo con el que me hiere o hace daño. No soy misericordioso con el que no hace las cosas bien, o como yo esperaba.
Me gusta la mirada del papa Francisco sobre Dios: “Fiaros del recuerdo de Dios: su memoria no es un disco duro que registra y almacena todos nuestros datos, sino un corazón tierno de compasión, que se regocija eliminando definitivamente cualquier vestigio del mal”.
Jesús no tiene en cuenta mi mal. Me abraza con su misericordia para elevarme por encima de mi miseria. Se detiene para sacarme de mi barro y vestirme con vestidos blancos que no merezco. Así es su misericordia y su compasión.
Me gusta esta mirada tan lejana de la mía que sólo piensa en el objetivo y pasa por delante del herido. Y no perdona al que le ofende. Y no pasa por alto sus afrentas.
[1] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
Carlos Padilla Esteban / Aleteia