La Iglesia recibe el Evangelio y lo lleva al mundo. Por eso todos los católicos somos a la vez discípulos que reciben y misioneros que ofrecen el don de Dios para los demás.
En esa tarea, los sacerdotes tienen una misión particular, por estar íntimamente unidos a Cristo, por haber sido enviados directamente por el Maestro a predicar y cuidar a sus ovejas (cf. Lc 10,1-9).
También los laicos contribuyen, cada quien según su estado de vida, en esa misión evangelizadora de la Iglesia, como recuerdan tantos documentos del magisterio de los últimos años.
Pero el trabajo evangelizador puede convertirse en activismo, en esfuerzo inútil, si no se nutre de la oración, del encuentro directo y enamorado con el Dios que es origen y fin de nuestra existencia.
Al hablar a los sacerdotes en la misa crismal del Jueves Santo de 2006, el Papa Benedicto XVI les decía: “El simple activismo puede ser incluso heroico. Pero la actividad exterior, en resumidas cuentas, queda sin fruto y pierde eficacia si no brota de una profunda e íntima comunión con Cristo. El tiempo que dedicamos a esto es realmente un tiempo de actividad pastoral, de actividad auténticamente pastoral. El sacerdote debe ser sobre todo un hombre de oración. El mundo, con su activismo frenético, a menudo pierde la orientación. Su actividad y sus capacidades resultan destructivas si fallan las fuerzas de la oración, de las que brotan las aguas de la vida capaces de fecundar la tierra árida” (Benedicto XVI, 13 de abril de 2006).
También en diversas ocasiones el Papa Francisco ha invitado a los sacerdotes a orar, a nutrirse de Dios continuamente. En un retiro mundial para los sacerdotes, pedía lo siguiente:
“No pierdan la oración. Recen como puedan, y si se duermen delante del Sagrario, bendito sea. Pero recen. No pierdan esto. No pierdan el dejarse mirar por la Virgen y mirarla como Madre. No pierdan el celo…” (Papa Francisco, 2 de junio de 2016).
Sin una sana vigilancia, sin una disciplina continua y alegre, es fácil sucumbir a mil reclamos del mundo, del demonio, de la carne, mientras la oración queda en un lugar secundario y el alma se seca poco a poco.
En cambio, si recordamos continuamente la belleza del Evangelio, si sentimos la mirada de Cristo en nuestras almas, renovaremos el deseo de rezar cada día y seremos, así, auténticos evangelizadores gracias a la experiencia del Amor que acogemos directamente desde el Corazón de Dios.