Todos los que lo oían se admiraban de lo que les habían dicho los pastores» (Lc 2,18). Admirarnos: a esto estamos llamados hoy, al final de la octava de Navidad, con la mirada puesta aún en el Niño que nos ha nacido, pobre de todo y rico de amor. 

 Admiración: es la actitud que hemos de tener al comienzo del año, porque la vida es un don que siempre nos ofrece la posibilidad de empezar de nuevo.

Pero hoy es también un día para admirarse delante de la Madre de Dios: Dios es un niño pequeño en brazos de una mujer, que nutre a su Creador. La imagen que tenemos delante nos muestra a la Madre y al Niño tan unidos que parecen una sola cosa. Es el misterio de este día, que produce una admiración infinita: Dios se ha unido a la humanidad, para siempre. Dios y el hombre siempre juntos, esta es la buena noticia al inicio del año: Dios no es un señor distante que vive solitario en los cielos, sino el Amor encarnado, nacido como nosotros de una madre para ser hermano de cada uno.

Está en el regazo de su madre, que es también nuestra madre, y desde allí derrama una ternura nueva sobre la humanidad. Y nosotros entendemos mejor el amor divino, que es paterno y materno, como el de una madre que nunca deja de creer en los hijos y jamás los abandona. El Dios-con-nosotros nos ama independientemente de nuestros errores, de nuestros pecados, de cómo hagamos funcionar el mundo. Dios cree en la humanidad, donde resalta, primera e inigualable, su Madre.

Al inicio del año, pidámosle a ella la gracia del asombro ante el Dios de las sorpresas. Renovemos el asombro de los orígenes, cuando nació en nosotros la fe. La Madre de Dios nos ayuda: la Theotokos, que ha engendrado al Señor, nos engendra a nosotros para el Señor. Es madre y regenera en los hijos el asombro de la fe. La vida sin asombro se vuelve gris, rutinaria; lo mismo sucede con la fe.

Y también la Iglesia necesita renovar el asombro de ser morada del Dios vivo, Esposa del Señor, Madre que engendra hijos. De lo contrario, corre el riesgo de parecerse a un hermoso museo del pasado. La Virgen, en cambio, lleva a la Iglesia la atmósfera de casa, de una casa habitada por el Dios de la novedad. Acojamos con asombro el misterio de la Madre de Dios, como los habitantes de Éfeso en el tiempo del Concilio. Como ellos, la aclamamos «Santa Madre de Dios».

Dejémonos mirar, dejémonos abrazar, dejémonos tomar de la mano por ella. Dejémonos mirar. Especialmente en el momento de la necesidad, cuando nos encontramos atrapados por los nudos más intrincados de la vida, hacemos bien en mirar a la Virgen. Pero es hermoso ante todo dejarnos mirar por la Virgen.

Cuando ella nos mira, no ve pecadores, sino hijos. Se dice que los ojos son el espejo del alma, los ojos de la llena de gracia reflejan la belleza de Dios, reflejan el cielo sobre nosotros. Jesús ha dicho que el ojo es «la lámpara del cuerpo» (Mt 6,22): los ojos de la Virgen saben iluminar toda oscuridad, vuelven a encender la esperanza en todas partes. Su mirada dirigida hacia nosotros nos dice: «Queridos hijos, ánimo; estoy yo, vuestra madre».

Esta mirada materna, que infunde confianza, ayuda a crecer en la fe. La fe es un vínculo con Dios que involucra a toda la persona, y que para ser custodiado necesita de la Madre de Dios. Su mirada materna nos ayuda a sabernos hijos amados en el pueblo creyente de Dios y a amarnos entre nosotros, más allá de los límites y de las orientaciones de cada uno.

La Virgen nos arraiga en la Iglesia, donde la unidad cuenta más que la diversidad, y nos exhorta a cuidar los unos de los otros. La mirada de María recuerda que para la fe es esencial la ternura, que combate la tibieza. Cuando en la fe hay espacio para la Madre de Dios, nunca se pierde el centro: el Señor, porque María jamás se señala a sí misma, sino a Jesús; y a los hermanos, porque María es Madre.

Mirada de la Madre, mirada de las madres. Un mundo que mira al futuro sin mirada materna es miope. Podrá aumentar los beneficios, pero ya no sabrá ver a los hombres como hijos. Tendrá ganancias, pero no serán para todos. Viviremos en la misma casa, pero no como hermanos.

La familia humana se fundamenta en las madres. Un mundo en el que la ternura materna ha sido relegada a un mero sentimiento podrá ser rico de cosas, pero no de futuro. Madre de Dios, enséñanos tu mirada sobre la vida y vuelve tu mirada sobre nosotros, sobre nuestras miserias. Vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos.

Dejémonos abrazar. Después de la mirada, entra en juego el corazón, en el que, dice el Evangelio de hoy, «María conservaba todas estas cosas, meditándolas» (Lc 2,19). Es decir, la Virgen guardaba todo en el corazón, abrazaba todo, hechos favorables y contrarios. Y todo lo meditaba, es decir, lo llevaba a Dios. Este es su secreto. Del mismo modo se preocupa por la vida de cada uno de nosotros: desea abrazar todas nuestras situaciones y presentarlas a Dios.

En la vida fragmentada de hoy, donde corremos el riesgo de perder el hilo, el abrazo de la Madre es esencial. Hay mucha dispersión y soledad a nuestro alrededor, el mundo está totalmente conectado, pero parece cada vez más desunido.

Necesitamos confiarnos a la Madre. En la Escritura, ella abraza numerosas situaciones concretas y está presente allí donde se necesita: acude a la casa de su prima Isabel, ayuda a los esposos de Caná, anima a los discípulos en el Cenáculo… María es el remedio a la soledad y a la disgregación. Es la Madre de la consolación, que consuela porque permanece con quien está solo.

Ella sabe que para consolar no son suficientes las palabras, se necesita la presencia, y ella está presente como madre. Permitámosle abrazar nuestra vida. En la Salve Regina la llamamos «vida nuestra»: parece exagerado, porque Cristo es la vida (cf. Jn 14,6), pero María está tan unida a él y tan cerca de nosotros que no hay nada mejor que poner la vida en sus manos y reconocerla como «vida, dulzura y esperanza nuestra».

Dejémonos tomar de la mano. Las madres toman de la mano a los hijos y los introducen en la vida con amor. Pero cuántos hijos hoy van por su propia cuenta, pierden el rumbo, se creen fuertes y se extravían, se creen libres y se vuelven esclavos. Cuántos, olvidando el afecto materno, viven enfadados e indiferentes a todo.

Cuántos, lamentablemente, reaccionan a todo y a todos, con veneno y maldad. En ocasiones, mostrarse malvados parece incluso signo de fortaleza. Pero es solo debilidad. Necesitamos aprender de las madres que el heroísmo está en darse, la fortaleza en ser misericordiosos, la sabiduría en la mansedumbre.

Dios no prescindió de la Madre: con mayor razón la necesitamos nosotros. Jesús mismo nos la ha dado, no en un momento cualquiera, sino en la cruz: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27) dijo al discípulo, a cada discípulo. La Virgen no es algo opcional: debe acogerse en la vida. Es la Reina de la paz, que vence el mal y guía por el camino del bien, que trae la unidad entre los hijos, que educa a la compasión.

Tómanos de la mano, María. Aferrados a ti superaremos los recodos más estrechos de la historia. Llévanos de la mano para redescubrir los lazos que nos unen. Reúnenos juntos bajo tu manto, en la ternura del amor verdadero, donde se reconstituye la familia humana: «Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios».