El miedo es una de las emociones características del ser humano. No solo de la actualidad, sino de todos los tiempos. El miedo es el primer fruto del pecado original.>
En el primer libro de la Biblia, se cuenta cómo el ser humano tomó la decisión de desobedecer a Dios.
Y el relato prosigue tal que así:
“El Señor Dios llamó al hombre y le dijo: ‘¿Dónde estás?’. ‘Oí tus pasos por el jardín’, respondió él, ‘y tuve miedo porque estaba desnudo. Por eso me escondí’ (Gn 3,9-10).
Esta escena está lejos de ser ridícula. Contiene una gran revelación sobre el hombre, sobre Dios y sobre las relaciones del uno con el otro.
Por motivos que nos escapan, y por los cuales usamos el nombre de pecado original, el hombre, que había sido creado por Dios, empieza a sentir miedo de Dios.
Cuando Dios lo busca, él se esconde. Se siente ridículo, frágil, indecente. Tiene miedo de su mirada. Tiene miedo de lo que pensará.
A decir verdad, no sabe muy bien de qué tiene miedo, pero lo tiene. Es como gorrión que se espanta por nada y que echa a volar apresurado sin el más mínimo motivo.
Desde el momento en que tiene miedo de Dios, todo le da miedo. Es lo que se cuenta y revela después del relato del Génesis.
El hombre tiene miedo del hombre: Caín, en cierto modo, tiene miedo de su hermano Abel. Tiene envidia de él. El miedo engendra la muerte.
El hombre tiene miedo de la naturaleza: el Diluvio cuenta el miedo que la naturaleza despierta en el ser humano. La naturaleza puede desatarse y volverse aterradora.
El hombre tiene miedo de los grupos: el relato de Babel cuenta cómo las personas tienen miedo las unas de las otras por el hecho de no comprenderse.
Así, la Biblia describe al ser humano como un ser cortado de sus raíces. Está desestabilizado, destinado a una angustia perpetua. Solo encontrará paz al recuperar su lugar.
Este hombre que tiene miedo, soy yo. Esta revelación se suma a mi inquietud. Aunque me tranquiliza saber que no soy el único en este estado, no por ello tengo menos miedo, ¡y temo por todo!
Tengo miedo de lo que pueda suceder, tengo miedo de los demás, tengo miedo de mí y de mis reacciones y, por último, tengo miedo de Dios. Pero ¿cómo se vence este miedo?
Miedo de todo y de todo el mundo
Tengo miedo de lo que pueda sucederme. No soy dueño de mi futuro, veo el infortunio a mi alrededor, presiento la amenaza de poderosas fuerzas en torno mío. ¡No es casual que hagan tanto dinero quienes hacen negocio diciendo predecir el futuro!
Tengo miedo de los demás. Están ahí para mirarme, codiciarme o desearme. Son competidores, enemigos, estorbos. Ni siquiera de mis amigos estoy del todo seguro.
Me encantaría depositar mi confianza en todo el mundo. Me encantaría abordar a cada uno y continuar con él su conversación interior. Pero no lo hago, porque tengo miedo. Miedo de ser rechazado, burlado, ridiculizado.
En el fondo, como Adán, me siento desnudo ante los demás, indefenso, frágil y ridículo. Y luego, hay tan poca gente interesada en mí. Tengo miedo de ser utilizado.
Tengo miedo de mí. Me conozco. Conozco mis límites. Sé cuáles son mis locuras, mis tentaciones, mis deseos ocultos.
Soy como un odre de vino hinchado. Vivo con el miedo de que se vacíe, que se seque, que reviente. Tengo miedo de que todo ese mal que albergo y que tapono como puedo se vierta de repente. ¡Qué vergüenza sería!
Y el discurso de los especialistas de la psicología humana, lejos de calmarme, añaden a mi terror.
Tengo miedo de Dios. En cuanto a Dios, confieso que apenas he progresado desde el padre Adán. Me encuentro en el mismo punto.
Si hay alguien con quien me sienta desnudo de veras, es con Dios; Él que lo ve todo, Él que escruta los corazones y las entrañas, y a quien nada puede ocultarse.
Y el discurso soporífero sobre la infinita misericordia divina no me tranquiliza. Al contrario, huele demasiado a discurso prefabricado, del estilo a: “No te inquietes, el juez no es tan malo. Sabe bien que eres un criminal. Pero como no eres el único, si te condenara no quedaría nadie en el Cielo. Así que puedes dormir tranquilo. ¡Es demasiado bueno para ser justo!”.
Qué le voy a hacer, yo seguiré temiendo a Aquel que puede condenarme para la eternidad, porque sé que tendrá buenas razones para hacerlo.
El Espíritu de Dios elimina cualquier miedo
Precisamente porque sabe que el hombre tiene miedo, Dios ha tomado mil precauciones para acercarse, para hablarle, para tranquilizarle, para intentar reconciliarle.
Esto es lo que cuenta la Biblia. Esto es lo que Jesús vino a hacer entre nosotros. Vino a tranquilizarnos. En numerosas ocasiones, Él se dirige a sus cercanos diciéndoles: “No tengan miedo” o bien “No teman ni se asusten”.
No se trata de buenas palabras que no sirven para nada. En Jesús, es Dios mismo quien tranquiliza a su criatura que se ha separado de Él. El ser humano solo recuperará la paz al volver a su justo lugar, que es estar con Dios.
Jesús promete enviar un Espíritu de consolación entre cuyas misiones está la de reconciliar al hombre con todos a quienes teme.
Este Espíritu lo ha enviado Él. Es un Espíritu maternal. Quienes se dejan acariciar por Él son apaciguados. Quienes se dejan consolar por Él ven disiparse sus miedos.
Los mártires dieron ejemplo de esta tranquila serenidad frente a la muerte. La muerte sorprenderá siempre a quienes no conocen.
El Espíritu de Dios, si soy dócil a su presencia, elimina todo temor en mí. Me reconcilia con los acontecimientos.
Mirar al otro como a un hermano
Quien confía en la Divina Providencia ha vencido el miedo. El Espíritu de Jesús expulsa de mi corazón el temor a los demás.
“A ustedes, mis amigos, les digo que no teman a los que matan el cuerpo, pero después no pueden hacer más” (Lc 12,4).
Quien mira al otro como a un hermano, amado de Dios, y no como un peligro, ha vencido el miedo.
El Espíritu Santo es más fuerte que el miedo que tengo a mí mismo, porque Él me conoce mejor que yo me conozco. Él conoce mis luchas, mis intenciones, mi debilidad.
“[Y] estaremos tranquilos delante de Dios aunque nuestra conciencia nos reproche algo, porque Dios es más grande que nuestra conciencia y conoce todas las cosas” (1 Jn 3,19-20).
Quien cree firmemente que “[s]i Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Rm 8,31), ha vencido el miedo.
El Espíritu Santo me reconcilia con Dios. No es que minimice la justicia de Dios.
“Les voy a enseñar más bien a quién deben temer: teman al que, después de dar muerte, tiene poder para echarlos al infierno” (Lc 12,5).
Quien se deja agarrar de la mano y conducir a la casa del Padre, donde tiene un lugar reservado, donde es esperado y amado, esa persona vive “fuera del miedo”.
¿A quién se reconoce como un verdadero creyente? A quien ya no tiene miedo. A quien ha dejado que el Señor elimine en él el temor como una horrible toxina. Se ha dejado reconciliar por Dios (2 Co 5,19-21).
El sacramento de la reconciliación lo quiso el Señor para extirpar de mí todas las causas de temor.
En la superficie, los vientos contrarios bien pueden suscitar aún tempestades, pero en lo más profundo del océano de su corazón, el creyente está en paz.