Cuando Yuri Gagarin, el primer cosmonauta ruso, volvió de su viaje por el espacio y declaró: «He subido al cielo y no he visto a Dios», la prensa le dio una inusitada publicidad a esta frase que, de hecho, no tenía nada de herético, pues eso mismo lo había dicho san Juan hace dos mil años: «a Dios nadie lo ha visto jamás». (Juan 1,18) Lo que añade enseguida el discípulo, eso sí es digno de ser noticia, «el Dios unigénito que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer». En estos tiempos hay muchos maestros de vida espiritual que, como el señor Gagarin, promueven la búsqueda del Ser Supremo en el espacio, usando el cohete de la meditación trascendental o quizá subiéndose a una pirámide azteca en el solsticio de invierno para absorber la energía del sol naciente. La enseñanza del cristianismo es mucho más sencilla y es que, Dios mismo con-desciende, baja a convivir con nosotros, lo único que nos pide es que le abramos el corazón. Esto es evidente en el relato de la samaritana.


El relato.
«Tenía que pasar por Samaria» (Juan 4, 4) ¿Por qué tenía? Para llegar a Jerusalén, había otros caminos. No era la ruta oficial, era la ruta que su Padre le había marcado: Salvar lo que estaba perdido. El Maestro tenía cita con una mujer de vida nada santa, él va con corazón de apóstol; ni una palabra, ni un gesto que le desvíe de su finalidad, de su intención.


«Llega pues a una ciudad de Samaria llamada Sicar, próxima a la heredad de Jacob. Jesús fatigado del camino se sentó sin más junto al pozo, era como la hora sexta». Cristo acude puntual a la cita que su Padre había escrito en su agenda: Año treinta y uno, mes sexto, día 15 de nisán, hora sexta: cita con una mujer de mala vida. Cristo se adelanta y espera.
Cristo tiene cita contigo, sólo contigo, en este día, a esta hora, en este lugar, a través de estas páginas. Tiene cita contigo gran pecadora que vives cómodamente en tu pecado; tiene cita contigo pequeña pecadora, que trampeas con Dios, que no le das todo lo que te pide; tiene cita contigo mujer buena, pero incapaz de ser mejor, incapaz de hacer algo por Cristo que valga la pena. Tiene cita contigo, también mujer activa y celosa, pero vanidosilla, presuntuosa, que mereces la medalla de benefactora, pero aún no tienes alma de apóstol.
Para aquella mujer su encuentro con Cristo era mera casualidad, para Jesús aquel encuentro era plan de amor y ahí está él, puntual a su cita.


Un Cristo cansado.
Numerosos pintores han representado esta escena. En ellas se ve a Cristo platicando plácidamente con la mujer, sentado en el brocal

del pozo. ¡Nada de eso! El evangelista nos describe al maestro fatigado, seguramente sentado en la arena, con la espalda recostada contra el pozo y la mirada en el horizonte. El Cristo de la hora sexta no es el obrador de prodigios que enmudece al trueno y manda callar a la tormenta, sino uno que sabe de sudores y fatigas. El Cristo del pozo, es un Cristo cansado de almas mediocres, de corazones arrogantes, de santidades de fachada, de fieles infieles; un Cristo cansado de tanto odio por fuera de su Cuerpo Místico, y de tanta infidelidad y traición por dentro. «Tenía sed de la fe de aquella mujer» (Juan Pablo II). Estaba sediento de corazones ardientes, de apóstoles celosos, de cristianos de cruz y de evangelio. El Cristo del pozo, sabe de sueños e ilusiones, de amores nunca satisfechos, de vidas arrastradas sin sentido y sale al encuentro a la hora sexta. El Cristo del mediodía de la vida, que te hace caer en la cuenta de que ya eres una mujer madura y es tiempo de deshacerte de caprichos instintivos, de veleidades pasajeras y optar por un amor definitivo.
Cristo, espera. Cristo no la acosa, no la persigue, no la empuja, no la amenaza, no le recrimina. Espera que se acerque, espera que sea generosa, espera que quiera querer. Cristo espera en la juventud, espera al mediodía, espera al atardecer.


Un Cristo que pide.
«Llega pues una mujer de Samaria a sacar agua y Jesús le dice: Dame de beber». Era como la hora sexta: las 12:00; el mediodía en el desierto, hora fatal en que los rayos del sol pesan sobre los hombros y la arena quema como brasas ardientes. Aquella mujer escoge esa hora porque sabe que no va a encontrar a nadie en el pozo. Aquella mujer tan orgullosa y pagada de sí misma, que no tenía miedo de andar por intrincadas callejuelas a medianoche, tenía miedo de encontrarse con otras mujeres a mediodía.
-Pero… ¡Mira quién viene ahí!
-¿Quién?
-¡Esa mujerzuela!
-¡Qué desfachatez!
-¿A qué no sabes con quién la vieron anoche?
La samaritana quería evitar las lenguas hirientes, las habladurías y, ¡ahí va!, pisando la arena ardiente, soportando el duro golpe del sol; con el cántaro en la cabeza, el corazón vacío y el alma llena de orgullo. La mujer se va acercando poco a poco. De lejos vislumbra la silueta de un varón sentado junto al brocal del pozo. Por su manera de vestir lo identifica como un Rabí judío. Los judíos y los samaritanos no se hablan.
-¡Menos mal! -piensa para sí la mujer- no tengo ganas de hablar con nadie.
Llega, y con la natural indiferencia y altivez con que las mujeres orgullosas encubren sus desgarrones interiores, se pone a hacer lo suyo. El hombre de larga cabellera y blanca túnica sigue sentado frente al brocal, de espaldas, impertérrito viendo hacia el horizonte. Ella toma la cuerda,

la amarra a la boca del cántaro, y lo va bajando poco a poco hasta que desaparece en la oscuridad del estrecho pozo. De repente siente que la cuerda se afloja y con un movimiento de látigo hace que la boca del cántaro flotante se incline y se hinche precipitadamente del líquido vivificador hasta que se llena. Entonces, cuando el cántaro quiere escapar al fondo, tira de la cuerda y lo sube goteando su tesoro de frescura; lo pone junto al brocal, le quita la cuerda y se lo va a colocar sobre su erguida figura…, cuando el silencioso personaje se voltea, levanta la mano y mirándole a los ojos, le dice: «¡Dame de beber!».
Ahí está el que podría mandar como rey a su esclava y sin embargo, como un necesitado, pide; aunque nada le falta, suplica; aunque todo lo tiene, nos anda buscando.
¡Dame de beber! significa: ¡Ámame como yo! ¡Sé generosa! Dame tus labios para predicar, dame tus manos para trabajar, dame tus pies para caminar, dame tu corazón para amar, dame tu vida para servir. ¡Dame de beber! significa: ¡ábreme el corazón!, déjame ser la Vida de tu vida.
La lección del pozo de Sicar es hermosa: el buen Jesús toma la iniciativa, él es quien sale al encuentro y tiende primero la mano. Escuchar la parábola del Buen Pastor es hermoso, pero ver al Buen Pastor en acción emociona: ¡Cómo la busca! ¡Cómo se inclina hacia ella! ¡Cómo la rescata de entre las espinas!

Decía san Pablo: «Me hago todo a todos para ganarlos a todos». Lo había aprendido de Jesús. Él, rico, se hace pobre; él, fuente de agua viva, se hace sediento y, a una mujer pobre y miserable que no tiene nada, la deja que llene su cántaro para pedirle de beber. Le pide su casi nada, le pide un suspiro, un pequeño acto de bondad para derramarse como torrente sobre su alma estéril; para romper ese espejo encantador de su egoísmo, para liberarla de ese mundo torturante y solitario de su yo. Él no se impone como conquistador, no la domina con su poder, se hace el necesitado: ¡Dame de beber!
La sed de Jesús no es fingida, su solicitud no es un truco diplomático: Cristo muere de sed. Él decía a santa Margarita: «Mira este corazón ardiente que tanto ha amado a los hombres y sólo recibe desprecios». La Madre Teresa de Calcuta lo entendió bien y por eso, para recordar a todas sus religiosas que lo suyo no es una labor social, mandó poner esta frase en todas sus capillas: «¡Tengo sed!».
¡Dame de beber! Lo que te pide tu único Salvador es casi nada, pero de tu respuesta depende tu eternidad, y lo que ahora es una humilde petición, podría convertirse en una acusación: «Tuve sed y no me diste de beber». Éste será el reclamo a todos esos cristianos de pose social, porque, digámoslo claro, eso de ser padrinos y repartir bolo; eso de vestirse de blanco y brindar con champaña en la boda; eso de que te entierren con limosina blanca, viste bien, pero… ¿y los demás? ¿dónde están? Si no hay caridad cristiana no hay vida cristiana.

Cara a cara con Cristo.
La mujer, cara a cara con Cristo, trata de defenderse. Cristo, lo sabemos, va a ganar, pero aquella mujer no se rinde a la primera. «Dícele la mujer samaritana: ¿Cómo tú siendo judío me pides de beber a mí que soy samaritana?».
Siete siglos antes, el país de Samaría había sido conquistado por el rey Salmansar III. El rey había deportado a los judíos ricos y repoblado el lugar con emigrantes asirios. Los colonos adoptaron la religión y las costumbres de los judíos y se mezclaron sin preocuparse mucho de conservar la pureza de la sangre pero, al volver de Babilonia los verdaderos israelitas, se negaron a reconocer en esta población mestiza, la raza escogida del pueblo de Dios y se negaron a aceptar su colaboración en la reconstrucción del Templo. A este anatema, los samaritanos respondieron levantando en el monte Garizim un templo rival al de Jerusalén. ¡Un gran sacrilegio! y se consumó la división.
La mujer responde a Jesús poniéndole una barrera, recordándole antiguos rencores: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí que soy samaritana?». Así son las mujeres… y los hombres también. Los odios y los rencores no se olvidan, callamos supuestamente por el bien de la paz.
«Si conocieras el don de Dios y quién es él que te dice dame de beber, tú le pedirías a él y él te daría agua viva». ¡Si conocieras el don de Dios! Si supieras que Dios te llama a participar de su vida divina; si hoy le dejaras entrar en tu vida, si le abrieras el corazón de par en par. Dice san Juan de la Cruz que Dios puede hacer más con la nada que con nosotros, porque la nada no se resiste. Jesucristo no se impone, nos respeta, nos propone y es tan caballero, que si no le abrimos la puerta, se va.
Para el evangelista, el relato de la samaritana, es el acabóse de la antigua religión basada en amenazas, obligaciones y pesados mandamientos, y el inicio de la nueva religión fundada en el amor. No es que esta nueva religión no tenga exigencias, sino que las exigencias no vienen de fuera, sino de dentro, del amarre del amor, de la fe entusiasta. De ahora en adelante religión no significa la práctica legalista de ritos y leyes sino vivir unidos por una entrañable amistad. No hay abolición de los mandamientos, pero el amor los hace innecesarios porque los supera todos. Desde ahora amar es vivir comprometido. Los cristianos que rehuyen el compromiso en realidad renuncian a una vida de amistad con Jesús, no están religado al amor.
«Si cires donum dei» Sí conocieras el don de Dios, él te cambiaría, ya no serías una mujer material, de cántaro, agarrapada al barro de la vida; de las que viven de lo que se cuelgan, de las que viven del seductor murmullo de la sociedad. Sin vida interior estamos atrapados en la nata pegajosa de la materia, en una vida sin trascendencia ni ascensión. Urgidos por nuestras apetencias primarias, esclavos de las ganas locas, nuestro espíritu se va carcomiendo por el pensar inconsistente, por el chisme y el escándalo novelezco, por la ignorancia del Dios vivo y casi sin darnos cuenta, vamos resbalando hacia un letargo espiritual y aun ateísmo práctico. Primero

aceptamos lo vulgar, después toleramos lo grosero; más adelante abrimos la ventana a lo obsceno y, finalmente, nos volvemos cómplices de este neopaganismo donde todo se vale y todo se tolera: la infidelidad, el aborto, la práctica homosexual. Ya no sabemos lo que es la indignación, nuestra conciencia sofocada por un racionalismo cerrado a la verdad ya no protesta. Preferimos tener razón a tener fe y todavía no sabemos porqué nuestro vida se convierte en un infierno. Construimos nuestra vida sobre arena de pasiones y nos extrañamos de que todo se derrumbe. Se cumple el doble pecado del que acusaba Dios a los contemporáneos del profeta Jeremías: «Me abandonaron a mí manantial de aguas vivas y cavaron cisternas agrietadas, que no retienen el agua». (Jeremias 2,13) O como dijo el poeta:

Y seguimos huyendo locamente

buscando turbias fuentes enfangadas

cisternas de paredes agrietadas

por donde el agua se pierde inútilmente.

El don de Dios, es el amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo. El Amor es vida del alma, vida de gracia, es vigor y fortaleza. Para que mi alma no muera sino florezca y mi vida cristiana de fruto abundante, en compromiso y entrega, necesito pedir con hidrópico entusiasmo: ¡Dame Señor de esa agua viva! ¡Que mi alma no muera! ¡Que yo no me convierta en higuera estéril, en sarmiento seco, pasión inútil! El vivir con el alma muerta, tiene necesariamente manifestaciones clínicas de estados alterados, depresión constante, aburrimiento existencial, vida sin sentido. Busca a Cristo, reconócete necesitada del don de Dios y pídele tú también: «Señor, dame de esa agua».


Autor: Padre Juan Rivas, L.C.
Libro: Otra vez Jesús