Las religiones deben predicar las bondades del perdón. Pero tan importante como el anuncio del perdón es que este anuncio se comprenda más allá de los límites del lenguaje religioso.

Hay convicciones religiosas que pueden tener una importancia grande para la buena convivencia entre los seres humanos. Pero es im­portante expresarlas en un lenguaje universal y accesible para todos, para que puedan ser argumentadas pública y políticamente.

De ahí la importancia de traducir, política y antropológicamente, que el primer beneficiario del perdón es el que perdona. Lo que parece justo y racional es el rendimiento de cuentas, eso por no decir que, para el ofendido, para la víctima, lo racional es el odio. Sin embargo, bien pensado, ese rendimiento de cuentas, y no digamos la venganza, engendra más violencia y encadena un círculo vicioso sin fin. A corto plazo el perdón puede parecer una pérdida, pero a la larga asegura un provecho real. El perdón puede parecer una debilidad; en realidad tanto para concederlo como para aceptarlo, hace falta una gran fuerza espiritual y una valentía moral a toda prueba. Lejos de ser un menoscabo para la persona, el perdón la lleva a una humanidad más plena y más rica que, para los creyentes, refleja un rayo del esplendor del Creador.

El único modo de acabar con el mal que nos hacemos los unos a los otros es el perdón. Quién detiene el mal no es el malvado. Es el que no responde al mal con el mal. Quién rompe el círculo de venganza y contra venganza no es el victimario, sino la víctima que no entra en ese círculo y, al no entrar, no lo multiplica. En la cruz de Cristo resplandece esto con claridad meridiana. Jesús nunca devuelve mal por mal, al ser insultado no respondía con insultos, al padecer no amenazaba (1 Pe 2,22). Para que esto fuera posible “dio en sí mismo muerte al odio” (Ef 2,16). Solo así es posible parar el odio: cuando uno lo mata en sí mismo y, por tanto, no lo transmite, porque no lo puede transmitir (ya que lo ha matado). O mejor aún, cuando uno no lo deja entrar en su vida. Para no dejarlo entrar, Jesús llevaba puesta la coraza del amor (cf. Ef 6,14-16). Como el odio no estaba en su vida, era imposible que odiase. De Jesús sólo sale amor.

Al parar el mal, el primer beneficiario del perdón es el que perdona: “el perdón no es un favor al malvado, sino una necesidad de la víctima para superar el dolor” (S. Rancagliolo). El que dice: “ni olvido ni perdono” contribuye a perpetuar el odio. Por el contrario, perdonar es empezar de nuevo, rehacer la historia, escribir de nuevo la trayectoria de las cosas y de las personas. Perdonar es intentar lo imposible, deshacer lo que ha sido, abrir nuevas metas allí donde parece que todo está terminado. En este sentido, el poder de perdonar es el potencial más eficaz.

Autor: Martín Gelabert Ballester, OP / Fuente: nihilobstat.dominicos.org