Miro la cruz y en ella me reflejo torpemente
Quiero descubrir el don que tengo escondido en mi alma. El tesoro guardado que Dios puso al crearme. El misterio que en mi vida desvelo torpemente.
Intentando llegar a un ideal que nace dentro de mí, muy a escondidas.
Estoy lejos de ser yo mismo tantas veces… Lejos de mi misión, de mi camino. Miro la cruz en Semana Santa. Y en ella me reflejo torpemente. Estoy tan herido y roto…
Tengo un don, una tarea, una misión a realizar en medio de los hombres. Estoy de paso por estos días fugaces. Y quiero pasar haciendo el bien.
¿Cómo se puede calmar tanto dolor? El hombre sufre tanto… El corazón está tan herido en sus límites… Desea hacer tanto y logra tan poco…
Mi don, mi tarea, mi vida entregada por otros. Derramada desde mi cruz, desde mi madero. ¿Será ese el sentido de mis pasos? ¿Quién soy yo?
Miro a Jesús en estos días de Semana Santa. Me adentro en el misterio de mi propia vida. Tengo un deseo inmenso de dar el corazón. Y a la vez soy tan torpe para hacerlo.
Quiero ayudar a muchos a encontrar el sentido de sus pasos. Dando libertad, dejando de lado el control.
Quiero confiar en lo que Dios puede hacer con los que me ha confiado. Conmigo mismo. No quiero vivir con miedo al error. Al daño que se deriva de mis actos fallidos.
Soy carne de la carne de Dios. Soy hombre que quiere amar con un corazón grande. El padre José Kentenich me recuerda cómo ha de ser mi vida:
“Disponibilidad alegre para el sacrificio, un preclaro espíritu de lucha por el bien y una amplia conciencia de misión y victoriosidad” [1].
Sacrificio, lucha, misión, victoria. ¿Estoy dispuesto a entregar mi vida por hacer el bien, por amar?
Puede que mi misión no sea vistosa. Pero quiero acompañar a Jesús desde mi lugar en la vida. Allí donde he llegado. Ese lugar en el que Dios me quiere.
No me rebelo. Tomo mi don en mis manos. Es un tesoro precioso que quiero compartir.
Me duele encontrarme con personas que no le ven sentido a la vida que llevan. No son felices. No hacen felices a otros. ¿Soy yo así? Quiero descubrir mi tesoro. Y ayudar a muchos a encontrar el sentido de sus pasos.
Dios me ha soñado. Me ha querido desde que fui concebido. ¡Qué difícil resulta verlo en ocasiones!
Tengo la tentación de no valorar lo que hay en mí. Me comparo. Me quedo con los límites sin apreciar las posibilidades.
En todo fracaso hay una nueva oportunidad. En toda puerta cerrada un desvío, un nuevo camino. Jesús carga con la cruz y me lo recuerda: “Yo hago todas las cosas nuevas”.
Carga con un madero. Es llevado a la muerte. Y está haciendo todo nuevo. No lo entiendo. Justo cuando no hace nada más que obedecer.
No es dueño de sus pasos. Sus manos están atadas y sigue bendiciendo. Guarda silencio y sigue anunciando la Buena nueva. Está siendo odiado y brota de su corazón un amor sereno y hondo. Un amor verdadero que se hace sangre en lo alto de la cruz.
Me conmueve su perdón. Es el sentido de su vida. Vivir y morir amando. Aparentemente no es una vida lograda.
Los fariseos no acaban de entender sus palabras. Sienten rabia e ira. Quieren acabar con el hombre hacedor de milagros.
¡Qué paradoja! Hace el bien y quieren matarlo. No hiere, no difama, no condena. Pero Él mismo es condenado.
La misión de mi vida. Miro la vida de Jesús. Miro la mía. Tengo un tesoro guardado bajo gruesas paredes.
Me da miedo mostrarle al mundo mi verdad. Mi misión secreta. Mi tarea imposible. Respetando mi forma original de ser y de amar. Siendo yo mismo en medio de los hombres. Quiero pensar en mi misión. No es sólo para unos años. Es para toda mi vida eterna.
Comenta el Padre Kentenich:
“Lo que hemos abrazado y anhelado aquí en la tierra, aquello por lo cual nos hemos esforzado, puede y debe ser objeto, en la medida de lo posible, de nuestra ocupación en la eternidad. Santa Teresita estaba convencida de que en el cielo y desde el cielo continuaría y perfeccionaría la tarea recibida en la tierra”[2].
Pienso en ese sueño de Dios guardado en mi alma. Esa misión que trasciende mi presente. Quiero reconocerla y amarla.
Guardo silencio para encontrarme con el rostro de Jesús que se me desvela en estos días santos. Él camina conmigo hacia el Calvario.
Me lleva de la mano hasta lo hondo de mi vida más oculta para que aprenda a besar mi cruz. Me conduce allí donde ni yo mismo me reconozco. Allí donde Él me recuerda lo que valgo y lo importante que son mis palabras y gestos.
Tengo una tarea preciosa por delante. No me desanimo porque sé que es necesaria mi forma única de ser.
Lo que yo no haga, lo que yo no diga… se quedará sin hacer, sin decir. Eso despierta todas mis fuerzas. Puedo hacer algo que nadie más podrá hacer en mi lugar. Miro a Jesús en este tiempo. Pido su paz para encarar la vida.
[1] J. Kentenich, El Fundador a las familias, 1966, p. 60-61
[2] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus