“La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad”. Esta frase, con la que se inicia la encíclica Fides et ratio de Juan Pablo II, es una síntesis de su contenido central: la cuestión de la verdad, que es la cuestión fundamental de la vida y la historia de la humanidad. Juan Pablo II defiende la capacidad de la razón humana para conocer la verdad, y pide que la fe y la filosofía vuelvan a encontrar su unidad profunda.
Al margen de las diferencias de cultura, raza o religión, todo hombre se plantea los mismos interrogantes sobre su propia identidad, su origen, su destino, la existencia del mal, el enigma que sigue a la muerte. Es decir, busca una verdad última que dé sentido a su vida. Para buena parte de la mentalidad actual, sin embargo, se trata de una búsqueda inútil, pues el hombre sería incapaz de alcanzar esa verdad.
Es este el punto de partida que ha dado origen a la decimotercera encíclica de Juan Pablo II, que fue publicada el 15 de octubre. El Papa quiere salir al paso de esta situación cultural que ha plasmado un modo de pensar según el cual todo es opinión: la verdad sería el resultado del consenso. Es un clima de incertidumbre que afecta a todos, pero son las nuevas generaciones quienes están más expuestas: carecen de puntos de referencia, o se les ofrecen “propuestas que elevan lo efímero a rango de valor”. Por todo ello, la Iglesia “quiere afirmar la necesidad de reflexionar sobre la verdad”.
Atreverse con las preguntas radicales
Entre los muchos medios que el hombre tiene para progresar en el conocimiento de la verdad destaca la filosofía. “La filosofía nació y se desarrolló desde el momento en que el hombre empezó a interrogarse sobre el porqué de las cosas y su finalidad”. Pero, en los últimos tiempos, la filosofía, “en lugar de apoyarse sobre la capacidad que tiene el hombre para conocer la verdad, ha preferido destacar sus límites y condicionamientos”.
“Han surgido en el hombre contemporáneo, y no sólo entre los filósofos, actitudes de difusa desconfianza respecto de los grandes recursos cognoscitivos del ser humano. Con falsa modestia, se conforman con verdades parciales y provisionales, sin intentar hacer preguntas radicales sobre el sentido y fundamento último de la vida humana, personal y social”.
Juan Pablo II plantea un problema que suscitará un eco entre los hombres de cultura: ¿por qué diversos movimientos filosóficos contemporáneos insisten en subrayar la debilidad de la razón, impidiéndole de hecho ser ella misma, difundiendo así un escepticismo generalizado? Si con la Veritatis splendor el Papa quiso llamar la atención sobre algunas verdades de orden moral que habían sido mal interpretadas, con Fides et ratio quiere referirse a la “verdad misma” y su “fundamento” en relación con la fe. La Iglesia, afirma, “considera a la filosofía como una ayuda indispensable para profundizar en la inteligencia de la fe y comunicar la verdad del Evangelio a cuantos aún no la conocen”.
Así pues, ciento veinte años después de la encíclica Aeterni Patris de León XIII (1879), Fides et ratio propone nuevamente el tema de la relación entre fe y razón, y hace ver las consecuencias negativas de la separación entre ambas. El Papa dice que, aunque parezca paradójico, la razón encuentra su apoyo más precioso en la fe, mientras que la fe cristiana, por su parte, tiene necesidad de una razón que se fundamente en la verdad para justificar la plena libertad de sus actos.
El conocimiento que viene de la fe
El primer capítulo presenta la Revelación como conocimiento que Dios mismo ofrece al hombre. Recuerda que, “además del conocimiento propio de la razón humana, capaz por su naturaleza de llegar hasta el Creador, existe un conocimiento que es peculiar de la fe”. Son dos verdades que no se confunden, ni una hace superflua a la otra. La Revelación, al expresar el misterio, impulsa a la razón a intuir unas razones que ella misma no puede pretender agotar, sino sólo acoger.
Además, fuera de esta perspectiva, el misterio de la existencia humana resulta un enigma insoluble. “¿Dónde podría el hombre buscar la respuesta a las cuestiones dramáticas como el dolor, el sufrimiento de los inocentes y la muerte, si no en la luz que brota del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo?”.
En el segundo capítulo se pone de relieve que la peculiaridad que distingue el texto bíblico consiste en la convicción de que hay una profunda e inseparable unidad entre el conocimiento de la razón y el de la fe. Se demuestra cómo el pensamiento bíblico, basado en esta unidad, había ya descubierto una vía maestra hacia el conocimiento de la verdad: la imposibilidad de prescindir del conocimiento ofrecido por Dios, si se quiere conocer plenamente el camino que todo hombre debe recorrer para responder a las preguntas fundamentales sobre la existencia.
Entender para creer
En el tercer capítulo, el Papa parte de la experiencia de que todo hombre desea saber, y de que la verdad es el objeto propio de ese deseo. El hombre, con su razón, que pregunta siempre y sobre todas las cosas, tiene la posibilidad de alcanzar la verdad sobre su existencia, una verdad que por su naturaleza es “universal”, válida para todos y para siempre, y “absoluta”, es decir, definitiva: “las hipótesis pueden ser fascinantes, pero no satisfacen”.
El hombre busca la verdad, pero “esta búsqueda no está destinada sólo a la conquista de verdades parciales, fácticas o científicas. Su búsqueda tiende hacia una verdad ulterior que pueda explicar el sentido de la vida; por eso es una búsqueda que no puede encontrar respuesta más que en el absoluto”. Esta verdad se logra no sólo por vía racional, sino también mediante la confianza en el testimonio de los otros, lo cual forma parte de la existencia normal de una persona: “En la vida de un hombre, las verdades simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal”.
La inteligencia de la fe
Como “la verdad que nos llega por la Revelación es, al mismo tiempo, una verdad que debe ser comprendida a la luz de la razón”, es muy importante el papel de la filosofía. El capítulo cuarto realiza una síntesis histórica, filosófica y teológica de cómo el cristianismo entró en relación con el pensamiento filosófico antiguo. “Los primeros cristianos, para hacerse comprender por los paganos, no podían referirse sólo a ‘Moisés y los Profetas’; debían también apoyarse en el conocimiento natural de Dios y en la voz de la conciencia moral de cada hombre”.
Este capítulo presenta el ejemplo de los Padres de la Iglesia, los cuales, con la aportación de la riqueza de la fe, “fueron capaces de sacar a la luz plenamente lo que todavía permanecía implícito y propedéutico en el pensamiento de los grandes filósofos antiguos”. En la Edad Media se pone el esfuerzo en encontrar las razones que permitan a todos entender los contenidos de la fe. De perenne actualidad es la aportación del pensamiento de santo Tomás de Aquino y su visión de una completa armonía entre la fe y la razón, basada en el principio de que “lo que es verdadero, quienquiera que lo haya dicho, viene del Espíritu Santo”. “La fe no teme a la razón, sino que la busca y confía en ella”.
Una falsa modestia
La llegada de la época moderna señala la progresiva separación entre la fe y la razón, con el consiguiente cambio del papel desempeñado por la filosofía: de sabiduría y saber universal se fue empequeñeciendo hasta considerarse una más de las tantas parcelas del saber humano. “Algunos filósofos, abandonando la búsqueda de la verdad por sí misma, han adoptado como único objetivo el lograr la certeza subjetiva o la utilidad práctica”.
No es exagerado afirmar, dice el Papa, “que buena parte del pensamiento filosófico moderno se ha desarrollado alejándose progresivamente de la Revelación cristiana, hasta llegar a contraposiciones explícitas”. Algunas de esas filosofías “desembocaron en sistemas totalitarios, traumáticos para toda la humanidad”.
Al comprobar los efectos producidos por esta separación, se puede constatar que “tanto la fe como la razón se han empobrecido y debilitado una ante la otra. La razón, privada de la aportación de la Revelación, ha recorrido caminos secundarios que tienen el peligro de hacerle perder de vista su meta final. La fe, privada de la razón, ha subrayado el sentimiento y la experiencia, corriendo el riesgo de dejar de ser una propuesta universal”.
El Papa va más lejos y subraya que es “ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición. Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe adulta no se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser”.
La necesidad de la filosofía
En el capítulo quinto se mencionan diversos pronunciamientos del Magisterio sobre cuestiones filosóficas. Se parte de la idea de que “la Iglesia no propone una filosofía propia ni canoniza una filosofía particular con menoscabo de otras”, pero sí “tiene el deber de indicar lo que en un sistema filosófico puede ser incompatible con su fe”. Está claro, además, que “ninguna forma histórica de filosofía puede legítimamente pretender abarcar toda la verdad, ni ser la explicación plena del ser humano, del mundo y de la relación del hombre con Dios”.
Se recorren las censuras del Magisterio a propósito de doctrinas como el fideísmo, el tradicionalismo radical, el racionalismo. Son intervenciones que “se han ocupado no tanto de tesis filosóficas concretas, como de la necesidad del conocimiento racional y, por tanto, filosófico para la inteligencia de la fe”. A pesar de que la Iglesia ha animado a la filosofía a recuperar su misión, el Papa constata “con sorpresa y pena” que incluso entre teólogos existe un desinterés por el estudio de la filosofía. De ahí que haya querido proponer algunos puntos de referencia “para instaurar una relación armoniosa y eficaz entre la filosofía y la teología”.
Armonía entre filosofía y teología
El capítulo sexto, en consecuencia, está dedicado a las exigencias que las diversas disciplinas teológicas deben mantener en relación con el saber filosófico. La idea central es que sin la aportación de la filosofía no se podrían ilustrar determinados contenidos teológicos. El Papa precisa que el patrimonio filosófico asumido por la Iglesia tiene valor universal. “El hecho de que la misión evangelizadora haya encontrado en su camino primero a la filosofía griega, no significa en modo alguno que excluya otras aportaciones”, pero -añade más adelante- “rechazar esta herencia sería ir en contra del designio providencial de Dios, que conduce a su Iglesia por los caminos del tiempo y de la historia”.
El Papa se refiere concretamente a la inculturación de la fe en lugares, como la India, China, Japón, que cuentan con tradiciones religiosas y filosóficas muy antiguas. Corresponde a los cristianos de hoy “sacar de ese rico patrimonio los elementos compatibles con su fe de modo que enriquezcan el pensamiento cristiano”. El documento señala algunos criterios para que el encuentro pueda ser fructífero, entre los que figura el tener presente la universalidad del espíritu humano, cuyas exigencias son idénticas en las culturas más diversas.
Juan Pablo II ve en el término “circularidad” la vía que conviene seguir en la relación entre fe y razón: “El punto de partida y la fuente original debe ser siempre la palabra de Dios revelada en la historia, mientras que el objetivo final no puede ser otro que la inteligencia de ésta, profundizada progresivamente a través de las generaciones. Por otra parte, ya que la palabra de Dios es Verdad, favorecerá su mejor comprensión la búsqueda humana de la verdad, o sea, el filosofar”.
La gran fecundidad de esta vía se pone de manifiesto en tantos autores cristianos que han combinado una búsqueda filosófica y los datos de la fe. El Papa cita, a título de ejemplo, a J. H. Newman, A. Rosmini, J. Maritain, E. Gilson, E. Stein, V. Solovev, P. A. Florenskij, P.J. Caadaev, V. Losskij.
En busca del sentido
La revelación como el “punto de referencia y de confrontación” entre la filosofía y la fe es el tema del capítulo séptimo. La Sagrada Escritura contiene una serie de elementos que permiten obtener una visión del hombre y del mundo de gran valor filosófico. De ella se deduce que “la realidad que experimentamos no es el absoluto”. La convicción fundamental de esta “filosofía” contenida en la Biblia es que “la vida humana y el mundo tienen un sentido y están orientados hacia su cumplimiento, que se realiza en Jesucristo”.
Precisamente la “crisis de sentido” es uno de los elementos más importantes del pensamiento actual. La fragmentación del saber hace difícil una búsqueda de sentido. “En medio de esta baraúnda de datos y de hechos entre los que se vive y que parecen formar la trama misma de la existencia, muchos se preguntan si todavía tiene sentido plantearse la cuestión del sentido”. La respuesta del Papa no puede ser más clara: “Deseo expresar firmemente la convicción de que el hombre es capaz de llegar a una visión unitaria y orgánica del saber. Este es uno de los cometidos que el pensamiento cristiano deberá afrontar a lo largo del próximo milenio de la era cristiana”.
Una filosofía que no responda a la cuestión sobre el sentido corre el peligro de degradar la razón a funciones puramente instrumentales. “Para estar en consonancia con la palabra de Dios es necesario, ante todo, que la filosofía encuentre de nuevo su dimensión sapiencial de búsqueda del sentido último y global de la vida”.
Verdad y libertad
Tomando pie en esos principios, la encíclica realiza un breve análisis que muestra los límites de algunos sistemas filosóficos contemporáneos que rechazan la instancia metafísica de una apertura perenne a la verdad. Eclecticismo, historicismo, cientifismo, pragmatismo y nihilismo son sistemas y formas de pensamiento que, al no estar abiertos a las exigencias fundamentales de la verdad, tampoco pueden ser asumidos como filosofías aptas para explicar la fe. “Una teología sin un horizonte metafísico no conseguirá ir más allá del análisis de la experiencia religiosa” y será incapaz de “expresar con coherencia el valor universal y trascendente de la verdad revelada”.
Se ha de tener en cuenta además, observa el Papa, que “la negación del ser comporta inevitablemente la pérdida de contacto con la verdad objetiva y, por consiguiente, con el fundamento de la dignidad humana”. “Verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente”. Creer en la posibilidad de conocer una verdad universalmente válida “no es en modo alguno fuente de intolerancia; al contrario, es una condición necesaria para un diálogo sincero y auténtico entre las personas”. En las páginas de conclusión, el Papa retoma algunas de las ideas desarrolladas en el texto y señala que “lo más urgente hoy es llevar a los hombres a descubrir su capacidad de conocer la verdad”. “Una de las mayores amenazas en este fin de siglo es la tentación de la desesperación”. Y el origen de esa crisis está en el hecho de que se ha perdido la capacidad de pensar a lo grande.
El Comentario del Cardenal Ratzinger Una invitación a volver a pensar.
El cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, fue el encargado de presentar a la prensa internacional la nueva encíclica de Juan Pablo II. Reproducimos a continuación algunos párrafos de su intervención.
El clima cultural y filosófico general niega hoy la capacidad de la razón humana para conocer la verdad. Reduce la racionalidad a ser simplemente instrumental. De este modo, la filosofía pierde su dimensión metafísica, y el modelo de las ciencias humanas y empíricas se convierte en el parámetro y el criterio de la racionalidad.
Una de las consecuencias es que la razón científica no es ya un adversario para la fe, porque ha renunciado a interesarse por las verdades últimas y definitivas de la existencia, limitando su horizonte a los conocimientos parciales y experimentables.
De ese modo, se expulsa del ámbito racional todo lo que no entra en las capacidades de control de la razón científica y, por tanto, se abre objetivamente el camino a una nueva forma de fideísmo. Si el único tipo de “razón” es el de la razón científica, se expropia a la fe de toda forma de racionalidad e inteligibilidad. Por otra parte, si la razón se encuentra en una situación débil, se deriva una visión cultural de hombre y del mundo de carácter relativista y pragmático, donde “todo se reduce a opinión”.
El mensaje de la encíclica es una reacción ante esa situación cultural, y vuelve a proponer con fuerza y convicción la capacidad de la razón para conocer a Dios y, de acuerdo con la naturaleza limitada del hombre, las verdades fundamentales de la existencia: la espiritualidad e inmortalidad del alma, la capacidad de hacer el bien y de seguir la ley moral natural, la posibilidad de formular juicios verdaderos, la afirmación de la libertad del hombre, etc. Al mismo tiempo, reafirma que tal capacidad metafísica de la razón es un dato necesario para la fe, de modo que una concepción de fe que pretendiera desarrollarse al margen o en alternativa a la razón sería deficiente incluso como fe.
Es evidente que para sostener la capacidad de la razón para conocer la verdad de Dios, de nosotros mismos y del mundo es necesaria una filosofía que esté en grado de comprender conceptualmente la dimensión metafísica de la realidad. Es necesaria, en definitiva, una filosofía abierta a los interrogantes fundamentales de la existencia.