Hay mucha gente aficionada a la lectura de biografías. Sin embargo, los grandes personajes históricos suelen quedar distantes para el hombre corriente, incapaz de emular sus gestas, entre otras cosas porque está convencido de vivir en una sociedad muy diferente a la que ellos conocieron. Pese a todo, algunos personajes no solo trascienden los límites de su época sino que nos llevan a interrogarnos sobre nosotros mismos. Este es el caso de san Agustín, que creó un nuevo género literario con Las Confesiones.
Esta obra supone la entrada del yo en la literatura universal, aunque, a diferencia de otros relatos en primera persona, el yo llegó de la mano de la humildad y la sencillez, del reconocimiento o confesión de que hay un único Dios del cual procede el hombre. Mil seiscientos años después, no se pueden leer Las Confesiones con indiferencia, pues es un libro que nos lleva a inquirir sobre nosotros mismos, a preguntarnos sobre el sentido de la vida, sobre la relación con Dios y con los demás seres humanos a lo largo de nuestro viaje terreno.
Seguramente hubo lectores que dejaron el libro al poco de comenzar, pues en sus páginas irrumpe con energía una invitación a renovar la vida, que el hombre tiende a no valorar si no sabe entender lo que es el amor, pese a la aspiración a ser amado que está dentro de cada uno. De hecho, san Agustín es famoso por una cita tomada de su homilía sobre la Primera Carta de San Juan, «ama y haz lo que quieras». Si realmente lo haces por amor, puedes hacer lo que quieras. Y lo que produce una cierta tristeza a Agustín es no haber amado antes a Dios. Hubiera querido amarle desde el comienzo, aunque reconoce con toda sinceridad al principio de Las Confesiones: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y nueva, tarde te amé!».
El libro de san Agustín ha estado y está en muchas bibliotecas del mundo, pero probablemente no todos sus propietarios lo leyeron rescatándolo de las estanterías en las que estaba, clasificado o no, entre otros cientos o miles de ejemplares. Me dio que pensar una fotografía de la biblioteca de Thomas Edward Lawrence, más conocido por Lawrence de Arabia, situada en su casita de campo de Cloud Hills. Era una pequeña habitación con unos 1300 libros, desde el suelo hasta el techo, y entre esos volúmenes estaban Las Confesiones de san Agustín, en una edición lujosamente encuadernada y limitada a 400 ejemplares, impresa en Londres en 1900. En la portada se ve una imagen del santo obispo de Hipona junto a esta cita de Lc 15,10: «Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se arrepienta que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de arrepentirse». El legendario coronel Lawrence contaba entre sus libros favoritos Los hermanos Karamazov, Moby Dick y Así hablaba Zaratustra, tres obras en la que autores y personajes encierran una compleja personalidad, y en las que se palpa la soledad del individuo. Obras de búsqueda para un Lawrence que había escrito: «En algún lugar existe un Absoluto, es lo único que cuenta, y no acierto a encontrarlo».
Si hubiera leído con detenimiento su ejemplar de Las Confesiones, aquel espíritu inquieto quizás hubiera logrado serenarse, pues sus páginas se adentran en el abismo de la conciencia, rebosan sinceridad, y buscan también un Absoluto. Pese a todo, en la tumba de Lawrence, alguien, acaso su madre, mandó grabar estas palabras: «Vendrá la hora, y ahora es, en que los muertos oirán la voz del hijo de Dios, y los que la oyeren vivirán» (Jn 5, 25).
Quien debió de leer Las Confesiones fue Jean Jacques Rousseau, autor de una obra con idéntico título y publicada en 1782, al poco de su muerte. Ambos libros coinciden en la gran sinceridad de sus autores, siempre a la búsqueda de la felicidad, y con ansias rebosantes de amor y de amistad. La gran diferencia entre ellos es que Rousseau no solo desconoce el sentido del pecado sino también el arrepentimiento. Lo importante es desnudar los sentimientos. Quien es vanidoso, no tiene por qué ocultarlo.
El filósofo ginebrino aspira a ser juzgado por los hombres, no por Dios, aunque tampoco le interesa el veredicto final desde el momento en que se ha autoproclamado inocente y virtuoso. La felicidad en Rousseau es efímera, pues se aferra a un pasado que nunca volverá, a la nostalgia de la madre, de los días soleados, de los paseos por la montaña… Por el contrario, en san Agustín hay pleno arrepentimiento. Reconoce el mal que ha hecho y que se ha alegrado de hacer, como en el conocido ejemplo de las peras robadas por pura diversión y arrojadas luego a los cerdos.
En Rousseau solo vive el presente y el fugaz pasado, mientras que en san Agustín hay un futuro, llamado a ser eterno presente, para el encuentro con un Dios Amor que acoge a los pecadores.