(Incluye Película (edición 1949) y libro de los Ejercicios Espirituales)
¿Es realmente la imaginación la «loca de la casa», tal y como decía santa Teresa de Jesús? La imaginación tiene fuerza creadora porque es un don de Dios, aunque todo depende del uso que hagamos de ella. Nos da ideas e inspiraciones para nuestra vida, y también puede conducirnos por caminos alejados de la realidad y de los afanes cotidianos. Existe una imaginación buena al servicio de Dios y los hombres, pues puede despertar en nosotros otras facultades del intelecto. Resulta urgente hacer una defensa de la imaginación en unos momentos en que los únicos «creativos» parecen ser ciertos publicitarios no siempre caracterizados por su buen gusto. La imaginación suele ser elogiada en los primerísimos años de la infancia pero parece estar excluida por algunas teorías psicológicas de la vida de niños y adolescentes. Acaso influya en esto que vivimos en una sociedad de las nuevas tecnologías donde no paramos de consultar datos en Internet, elaborados tal vez por alguien que no necesariamente es un experto. Una vez localizados, se usan y se olvidan. En este marco de banalización de la información no hay mucho espacio para imaginaciones salvo en lo relativo al «continente»: los contenidos no siempre se caracterizan por la creatividad.
Pese a todo, la imaginación puede jugar un papel importante en la vida espiritual. Uno de los grandes santos de la Historia estaba convencido de que con la imaginación se puede alcanzar a Dios: san Ignacio de Loyola. Sus Ejercicios espirituales son una invitación a meternos en los pasajes de la vida de Jesús, a imaginar que estamos allí viviendo los mismos momentos que Jesús y los personajes de su entorno. Muchos santos han seguido este método ignaciano. Viajar con la Sagrada Familia a Belén y a Egipto, estar en el monte de las bienaventuranzas o en el Calvario es una invitación a profundizar en los mismos sentimientos de Cristo Jesús. Es una oportunidad de empaparse de vida interior. Para algunos será una niñería, una práctica ingenua. Un amigo mío decía que al pensar en la vida de Jesús, se imaginaba escenas de esas superproducciones de la era dorada de Hollywood sobre los primeros siglos del cristianismo. «Una de romanos», en definitiva. Pero este método, que puede ser válido en algunos momentos de la vida espiritual, no consiste en recrearse en imágenes de cartón piedra o en un Jesús de largos cabellos que en muchas películas sacaban de espaldas. San Ignacio lo aplica a la vida corriente como puede apreciarse en su Autobiografía.
Durante sus años de estudio en París, el fundador de la Compañía pensó en ganarse la vida trabajando en el servicio de algún colegio mayor. El problema podía surgir en el trato con el maestro y los escolares del colegio, porque servir nunca ha sido valorado en ninguna sociedad, aunque fuera oficialmente cristiana. Por muy instruido que sea un servidor, e Ignacio lo era, nunca dejaría de ser un criado. Además existía el riesgo de que los reproches dirigidos a un criado despertaran en él el rencor. Ignacio no quería caer en eso y con su imaginación se propuso identificar al maestro con Cristo, y a los escolares con cada uno de los doce Apóstoles. En definitiva, se trataba de ver a Cristo en los demás, pues la dignidad de los seres humanos se fundamenta sobre todo en un Dios hecho hombre. Lo difícil, sin embargo, es ver a los que conviven en nuestro entorno, sean familiares o compañeros de trabajo, como otros Cristos. Mala cosa sería ver a Cristo en los necesitados de ayuda material y no verlo tan claramente en quién solo está pidiendo de nosotros una escucha paciente, una sonrisa o unas palabras de ánimo. La imaginación recomendada por san Ignacio permite ver a Cristo en cada ser humano sin distinción.
¿Pero puede la imaginación jugar malas pasadas en la vida espiritual? El propio santo reconoce que, cuando estudiaba Gramática en Barcelona, le venían en mente toda clase de «nuevas inteligencias espirituales» y, en definitiva, se sentía lleno de consuelos para el alma. Esta apertura de su entendimiento a las cosas de Dios bullía con frecuencia en su interior y él mismo reconocía que «ni cuando yo me pongo en oración y estoy en la misa me vienen estas inteligencias tan vivas». San Ignacio acaba rechazando esto como una tentación, pues si para descubrir a Dios, hay que alejarse de la oración y de la eucaristía, el resultado no implicará nada bueno. El alma acabará envaneciéndose de una sabiduría que no es suya y que solo pertenece a Dios. Si además va cortando los canales que le unen a Él, el fracaso será tremendo. De ahí puede salir una persona con un acentuado espíritu de rebeldía y quizá con la amargura de la sensación de no ser suficientemente valorada. Es el momento de cortar la imaginación, y san Ignacio aboga por someterla a los medios que Dios ha puesto para llegar hasta Él. La imaginación tendrá que ser sierva de la oración y de la contemplación. Es el sometimiento al Creador lo que le infundirá toda su plenitud creadora.
Hay quien podría entender el método ignaciano como un «vaciamiento» de la mente. San Ignacio no es ningún gurú. En la oración cristiana, los creyentes se llenan de Cristo, no se vacían. Evocar la vida de Cristo, u otros pasajes de la Sagrada Escritura, es hacer actuales esos momentos. No es momento de argumentos sino de sentimientos, que no de sentimentalismos. Es, como asegura Pablo (Fil 2,5) «tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús». Este método ignaciano de oración ha producido recomendables libros de lectura espiritual como El comulgatorio del jesuita Baltasar Gracián, publicado en 1655 para difundir el valor de la comunión frecuente. Una obra rica en imágenes y sensibilidades que nos recuerdan de continuo que el Verbo se hizo carne (Juan 1, 14 ).
Compartimos además el libro en formato electrónico de : Ejercicios Espirituales.