Ser amado es un don, no un derecho; la humildad va de la mano del amor y de la verdad
Un sentimiento sano de humildad es bueno. El hombre de hoy, que cree que puede hacerlo todo sin Dios, sin ayuda, necesita experimentar la pequeñez.
Necesita saberse necesitado.
Quizás por eso hoy tantas personas se quiebran cuando no logran lo que quieren, cuando fracasan y se sienten solas y abandonadas.
Incluso llegan a decir que Dios no les sirve, ni la Iglesia, ni la fe, cuando experimentan que sus fuerzas se quiebran.
No quiero caer eso. Necesito tocar de vez en cuando el fracaso, me hace bien. Sentirme pequeño como Isabel.
Como Belén, la más pequeña de las ciudades. Sentir que no puedo, que no soy capaz. La sana humildad es la raíz del árbol de mi vida, a veces lo olvido.
Quiero educarme en una sana humildad llena de amor. Amor y humildad van de la mano. Una humildad sana es el mejor remedio contra mi afán de valer y mi complejo de inferioridad.
Decía el padre José Kentenich: “Está bien que aspiremos a toda una cantidad de virtudes tales como la humildad, la obediencia, la pureza, etc. Pero ninguna de ellas transforma tanto al hombre como el amor”[1].
La humildad tiene que ver con el amor y la verdad. Soy humilde desde lo que soy, desde mi verdad más íntima.
No quiero dejarme llevar por mi orgullo y vanidad. Intento hacerlo todo solo, me creo con derechos, espero más de los demás y les exijo que me traten de una determinada manera.
Espero lo imposible, porque no sé pedir cariño, ni atención. Pero luego pido un abrazo, o un gesto, o un tiempo gratuito. Lo exijo sin pedirlo y me quejo cuando no lo recibo.
No entiendo el significado de la gratuidad. Creo que tengo derecho siempre a más. Espero más.
Isabel se siente pequeña al recibir la visita de su prima, María de Nazaret. Sabe en su interior lo que ha sucedido. No necesita palabras. Algo salta en su vientre. Y comprende. No se siente digna.
Hay personas que siempre agradecen. Que todo les parece mucho, no se sienten dignas de nada. Hay otras personas que actúan de forma contraria. El regalo que reciben les parece pequeño, o inapropiado. No les hacía falta. No era lo que esperaban.
Isabel se siente pequeña e indigna. Es demasiado grande lo que ve y toca. El mismo Señor se abaja para abrazarla. Y ella se conmueve. Dios llega a su casa a verla. Isabel se sabe indigna. Yo no.
Llega Navidad. Jesús va a nacer de nuevo en mi vida. Y yo me siento digno. Me creo con derechos. Espero mucho de Dios, de las personas que me quieren. Espero que me cuiden, que me traten con cariño, con delicadeza.
Una persona me decía el otro día: “Yo no esperaba que me solucionara mis problemas. Lo único que quería de él era que me abrazara con ternura”.
Tal vez no sé pedir. Tal vez no saben interpretar mis insinuaciones. No lo digo con claridad. No saben lo que espero.
Y lo reclamo. Lo exijo. Lo pido. Y me lleno de amargura. Se me olvida que soy pobre. No tengo derecho al amor porque ser amado es un don, no un derecho.
No tengo derecho a un abrazo, porque recibir un abrazo es una gracia. No tengo derecho al amor de Dios, porque es un misterio que sucede en mi vida. Simplemente, sin exigencias.
¡Cuánto me cuesta agradecer los pequeños detalles de amor que recibo cada día! Son detalles sencillos y pequeños. Vivo reclamando sin agradecer nada. Vivo recibiendo sin agradecer. Me quejo de lo que me falta sin valorar lo que tengo.
Necesito ojos de niño para mirar la vida. Ojos asombrados que se ríen y se alegran. Ojos que saben reconocer el don de Dios en todo lo que tienen cada día.
Parece sencillo. Pero no lo es cuando mi vida está rota. Sangro por mi herida. Experimento el desamor de nuevo en mi carne. Porque ya me han herido con anterioridad. Porque ya he acariciado el fracaso que duele en lo más profundo.
Entonces no es tan sencillo mirar agradecido la vida. Espero más. Quiero recuperar el terreno perdido. Quiero recibir amor por una vez, en lugar de desprecios.
Le pido a Dios la gracia para mirar sorprendido. Para agradecer alabándole al sentirme indigno y pequeño. Una sana humildad me hace mirar la vida de forma diferente.
En la víspera de la Navidad, en el último domingo del Adviento, es la alegría el sentimiento que se impone: “En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”.
La alegría del Evangelio, de la buena nueva que se hace carne en María llena de gracia, llena de la alegría de Dios.
Hoy exclamo en el salmo: “Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve. Despierta tu poder y ven a salvarnos”.
Me alegro porque Dios viene con su poder a salvarme. Ya está aquí. Viene con su paz y mi corazón se alegra.
Isabel está llena de alegría. El niño Juan saltó en su seno. María es feliz porque ha creído. La niña llena de gracia descansa en Dios. Es su paz para siempre.
Hoy escucho: “Habitarán tranquilos, porque se mostrará grande hasta los confines de la tierra, y éste será nuestra paz”.
María está llena de paz. Porque ha creído, porque se ha fiado. Y contagia esa paz y esa esperanza. María lleva la alegría a Isabel.
Me gustaría ser siempre portador de alegría. Transmitir paz con mis palabras y gestos. No siempre lo consigo. En mis palabras hay reproches.
En mis gestos tensión. Vivo tensionado. En lugar de alegría transmito pesadumbre. Mis quejas no alegran el corazón de nadie.
María llega porque ve la necesidad de Isabel. Y su presencia transforma la casa. Llena del Espíritu Santo el corazón de Juan y de Isabel. Me parece increíble.
Si yo lograra llenar las vidas que toco del Espíritu Santo. Si lograra calmar las iras y los miedos. Si consiguiera dar esperanza en medio de tristezas y angustias. Si consiguiera sacar sonrisas de las lágrimas. Y vestir de sol la oscuridad de muchas vidas.
Para eso necesito estar yo lleno de alegría. ¿Dónde se llena mi corazón de alegría? ¿Con quién me alegro? ¿En qué lugares sonrío con paz?
El amor y la alegría van de la mano. Donde hay amor hay alegría. Donde hay desprecio, egoísmo y tensión, falta la alegría.
El amor alimenta mi alegría. Y mi alegría hace más vivo el amor. Quiero cuidar las fuentes de mi alegría para llenarme de sonrisas.
Porque lo tengo claro, como decía el Padre Kentenich: “Si no recibo alegría, si no tengo alegría tanto por mi crecimiento interior en Dios cuanto por el de los demás, ¿qué efectos habrá? Si la alegría es un instinto primordial, el hombre buscará la alegría en otra parte”[2].
Si no tengo fuentes en las que cultivar mi alegría, buscaré sucedáneos. Acabaré bebiendo agua en los charcos. Me descubriré perdiendo el tiempo en lugares que no me llenan de una sana alegría.
Estaré amargado y triste sin saberlo pensando que hago cosas divertidas. Pero no es suficiente. No se llena el alma. No tengo paz interior. No descansa mi corazón en los bienes verdaderos que me llenan de consuelo.
Quiero pedirle a Jesús que calme mi necesidad de amor. Que venga a mí como vino a Isabel a llenar mi corazón de luz. Sólo así podré yo dar luz a otros.
Cuando mi alma esté descansada. Cuando sepa dejar ante Dios mis miedos y preocupaciones. Cuando descubra todo lo que Dios me quiere.
El amor y la alegría van de la mano. El desamor me entristece. Necesito un abrazo. Que me entiendan. Que me digan que todo va a pasar. Que no tengo que temer. Que va a ser mejor de lo que pienso. Quiero sonreír.
María mira a Isabel y da gracias rezando el magníficat. Se engrandece su alma al ver las maravillas que ha hecho Dios en Ella. Sonríe. Isabel se alegra. Ve que esa niña ha creído.
La fe de los demás me alegra. Su fidelidad y su generosidad. Su entrega hasta dar la vida. Esa actitud me alegra, me llena de una felicidad que ensancha el alma. Aumenta mi magnanimidad.
Ver que otros son generosos me hace más generoso. Ver que otros dan la vida me anima a dar yo la vida. Mi testimonio fiel enciende y alegra a otros. No me olvido. No quiero escandalizar con mi debilidad. Ojalá mi alegría dé alegría a muchos.
[1] J. Kentenich, Niños ante Dios, 328
[2] J. Kentenich, Niños ante Dios, 328