En una catequesis, el sacerdote pregunta: “Para hacer una buena confesión, ¿por dónde hay que empezar?”. “Hay que comenzar por cometer pecados”, responde un niño, muy seguro de sí mismo…

Admitiendo esto (!), ¿qué hacer a partir de ese momento con nuestros pecados? ¿De verdad hay que admitirlos todos en la confesión? Propondría al lector tres reflexiones.

Confesión de los pecados graves

KONFESJONAŁ

El objetivo de nuestra vida es la comunión de amor con Dios. Esta comunión nos es dada por la gracia bautismal y el apoyo permanente de Dios que llamamos “gracia actual”. Fuente de alegría y de paz, esta intimidad puede, no obstante, verse rota por el pecado.

Quien quiera entonces reconciliarse con Dios y con la Iglesia, debe demostrar una auténtica contrición y “confesar al sacerdote todos los pecados graves que no ha confesado aún y de los que se acuerda tras examinar cuidadosamente su conciencia” (Catecismo de la Iglesia Católica § 1493).

Así que lo que hay que confesar en el sacramento de la reconciliación son los pecados “graves”, aquellos que rompen la comunión de amor con el Señor.

Para que haya “pecado grave” (mortal), son necesarias tres condiciones:

  • Una violación de los mandamientos de Dios en materia grave;
  • Una clara consciencia de la gravedad del acto;
  • Una libertad plena.

No obstante, cabe señalar que una consciencia nublada por el hábito o la negativa a reconocerlo no reduce la gravedad de la falta.

Confesión de los pecados “veniales”

A Limoges, le curé de la paroisse saint Jean Paul II et son vicaire proposent des confession en mode

Llegamos a la segunda reflexión, colocada bajo la luz del amor infinito de Dios. Algunos pecados, sin romper la comunión con Dios, manifiestan un enfriamiento de la caridad.

Son actos u omisiones que no ponen en duda la orientación fundamental de nuestra voluntad hacia el Señor, pero que nos distancian poco a poco de su presencia.

Si consideramos la extrema sensibilidad del corazón de Dios, esos pecados no carecen de importancia. Para utilizar un símil, ¡un grano de polvo en el ojo es más doloroso que una carretilla de arena vertida sobre un pie!

La Iglesia nos invita a confesar también estos pecados llamados “veniales”, en la medida en que hieran al Señor.

Además, “la confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu” (Catecismo de la Iglesia Católica § 1458).

Cuidado con ponerse uno mismo en primer lugar

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La última reflexión va más lejos aún. Puede suceder que nuestra forma de vivir, sin ser necesariamente pecaminosa, revele a pesar de todo un cierto desorden: poniéndonos a nosotros mismos en primer lugar.

San Pablo nos dice: “Ya sea que coman o beban o hagan cualquier otra cosa, háganlo todo para la gloria de Dios”. (1 Co 10,31). ¡Hay tantas cosas que realizamos por hábito para nosotros mismos primero y no para la gloria de Dios!

Lo que Dios desea ante todo es que lo honremos en toda circunstancia. En este sentido, ¡saber usar todas las cosas para su gloria es más perfecto que privarse de muchas cosas!

Por último, se trata de emprender una inversión interior completa de nuestros pensamientos y de nuestras acciones para que, en todo, Dios tenga el primer lugar.