Nada ni nadie podrá quitarte tu dignidad, ¿sabes por qué?
Muchas veces le doy demasiada importancia a mi amor propio. No me río de mí mismo. Me molestan las críticas y las bromas. Me tomo demasiado en serio. Hacen de mí el centro de sus burlas. Y me ofendo. Tengo mi dignidad, pienso.
Valgo por lo que soy, porque Dios me ha dado la vida. Y mi vida merece la pena. No me olvido de ello. Pero mi amor propio me hace sentirme orgulloso. Y me creo por encima de los demás. Me vienen bien por eso las palabras de san Pablo:
“Por último, como a un aborto, se me apareció también a mí. Yo soy el menor de los apóstoles y no soy digno de llamarme apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no se ha frustrado en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo”.
Pablo reconoce su pasado. Acepta su miseria. Habla con libertad de su pecado. Ha perseguido a la Iglesia. Fue testigo de la muerte de Esteban.
Perseguía a los cristianos para darles muerte. Su pasión por Dios le llevó a perseguir a Cristo, hasta que el mismo Jesús se le apareció en el camino a Damasco. No se siente digno.
La dignidad es algo tan delicado… Tengo una dignidad que nadie puede quebrantar. Es la dignidad que me da el hecho de ser hijo amado de Dios. Me ha dado la vida por amor. Soy digno en mi interior. Tengo una dignidad que nadie me puede quitar.